«A veces aflora en mí la pregunta (imposible de responder): ¿quién y qué soy yo, y cuál es mi historia particular?». Tan sólo un superviviente puede ofrecer un análisis tan riguroso de la realidad como éste, un testimonio sincero y honesto más allá de los hechos y vivencias: un análisis desde el centro mismo del yo. Imre Kertész descifra las marcas que deja el paso del tiempo en todos nosotros, la experiencia acumulada y sobre todo el dolor, el sufrimiento y la impotencia o desesperación vividas. Un hombre que, al igual que Viktor Frankl en su obra El hombre en busca de sentido, expone sus pensamientos y reflexiones tras su paso por un campo de concentración. No sólo Auschwitz, la guerra y los totalitarismos son utilizados aquí como mero punto de partida para una búsqueda implacable de respuestas, ante la barbarie pero también ante el horror cotidiano. Un hombre que pone en duda cualquier certeza, ahí radica su sabiduría.

«Los hombres se transforman de golpe, se derrumban, envejecen. El aliento del infierno les ha descolorido la cara», basta un solo golpe de la vida para cambiar el alma de un ser humano. Solo aquel que ha logrado sobrevivir al abismo puede reconocer ciertas verdades. Kertész escribe con humildad, lo que proporciona mayor fuerza a su relato, empatía: «Mantengo una relación de reciprocidad con mi vida. ¿El nombre de esta relación? Servidumbre». Un relato de desolación: «Es cierto, en efecto, aquello que señala Wittgenstein que en la fe religiosa sólo es verdad, en primer lugar y sobre todo, el punto de partida de que la situación del ser humano no tiene esperanza». Pero no solo asistimos al juicio de un hombre frente a su conciencia y realidad, también al proceso paralelo, el de la escritura, y cómo esas marcas que el pasado ha dejado en el cuerpo, el alma, se manifiestan en su obra: «El hecho de estar marcado es mi enfermedad, pero al mismo tiempo el acicate, el dopaje de mi vitalidad; de ahí extraigo mi inspiración cuando, de repente, con un grito frenético como quien sufre un ataque, paso de la existencia a la expresión». Una pelea constante, sin embargo, por utilizar esas «marcas» de una manera neutral sin dejar que invadan todo el territorio aún virgen de la creación: «Cuando empiezo a escribir, sólo puedo partir de la hipótesis de una mente intacta (con lo cual solamente digo que será cada vez más difícil escribir». Una contradicción constante, por tanto, una batalla continua en el hombre y el escritor: «Mi alma cree en algo que mi razón se ve obligada a negar». Un duro enfrentamiento consigo mismo: «Repito las palabras de Ibsen: escribir es tanto como juzgarse a sí mismo».

Difícil enfrentarse al mundo con una mirada lúcida y mantener dicha mirada pese al miedo o la esperanza, difícil, sobre todo, asumir la realidad tal cual, sin ornamentos: «De pronto ves y experimentas el mundo sin objetivo ni deseo, ni voluntad, ni demás manipulaciones tuyas sino simplemente tal y como es». Sentir «la inutilidad de la lucidez». El peso de la conciencia: «Sé que nunca me abandonará la tortura de mi saber».

Imre Kertész se atreve a formular las preguntas que pocos osan susurrar siquiera: «¿Nos forma acaso la vida para comprender de manera definitiva que no merece la pena seguir viviendo? Pues sí, ésta es la impresión». Su verdad es la que incomoda, la que causa cierto nerviosismo, la que el hipócrita negará siempre: «Dios creó el mundo, el ser humano creó Auschwitz».

Un libro quizá tan sólo apto para conciencias elevadas, poco recomendable para quienes prefieran la máscara y el autoengaño. Un oasis para el náufrago. El relato de un superviviente: «Me crié en la nada y desde la infancia aprendí con la mente clara -o, más bien, práctica- a adaptarme a la nada, a moverme y orientarme en ella».