A finales de la década de los sesenta del siglo pasado, el artista conceptual norteamericano John Baldessari firmó el lienzo «Tips for artists who want to sell», un acrílico rebosante de causticidad en el que -conforme a su interés en usar del lenguaje escrito como elemento pictórico- enumeraba exactamente lo que anuncia el título de la pieza: una serie de «pistas para artistas que quieren vender». Más de cuatro décadas años después, y tras contemplar la obra en cuestión hace un tiempo en el MACBA, otro artista -el limeño afincado en Barcelona Miguel Aguirre (1973)- ha querido añadir una capa más de juego al juego de Baldessari en la serie que expone estos días en la galería gijonesa Espacio Líquido: «Following 'Tips for artist who want to sell'». Su estrategia es muy simple y también queda declarada en el título: seguir a rajatabla lo que el norteamericano sugirió hace cuatro décadas, pero en un contexto en el que los artistas empiezan a necesitar, más que nunca, consejos muy atinados para vender su obra.

En el segundo punto de su pintura, Baldessari recomendaba ceñirse a una serie de géneros de contrastada comercialidad: madonas con niño, paisajes, cuadros de flores, bodegones exentos de motivos «morbosos» (cadáveres de animales, etc.), desnudos, marinas, pinturas abstractas y pinturas surrealistas. Aguirre practica con pulcritud casi academicista cada uno de esos géneros; pero, como los buenos jugadores, asume las reglas del juego añadiendo una nueva vuelta de tuerca a la ironía baldessariana, siempre basada en la apropiación de lenguajes e imágenes. Además de adueñarse él mismo de la obra de su influyente antecesor, el peruano recurre al cine -una de sus fuentes recurrentes de iconografía- para hacer lo propio con una de las películas que mejor comentó la locura neoliberal y las miserias de la especulación en la «era Reagan»: el largometraje de Oliver Stone «Wall Street».

Así, ironía sobre ironía, Aguirre localiza y secciona ingeniosamente, uno por uno, los motivos que necesita, y los reproduce echando mano de distintas técnicas y registros pictóricos, pero respetando en todo caso los formatos (salvo en el bodegón floral, ampliación de una de las tomas), los encuadres, las paletas de colores e incluso los desajustes, texturas y distorsiones la reproducción en la versión en vídeo de la película. Cada una de las piezas tiene su propia personalidad pictórica y su carga de profundidad conceptual (el abstracto es, por ejemplo, un gráfico de barras de resultados en bolsa; los bodegones, sendas «vanitas» en la que lo perecedero es un billete de banco o un documento que pasa por una trituradora de papel, la madona, una mucama con el hijo del protagonista, y la pintura surreal la secuencia en la que se presenta al protagonista un delirante robot-camarero). Con el añadido de un doble fondo, que agrega acidez: el registro de la importante presencia en «Wall Street» del arte como buena inversión para los especuladores.

Sólo queda desear que, para redondear el proyecto, se venda toda la obra.

Intensas, incitantes, saciantes. Así son las dos muestras individuales que estos días conviven en la galería Texu de Oviedo: «Tengo miedo», de Teo Hernando (Álava, 1958), y «Crónica» de Cristina Ferrández (Alicante, 1974). Más allá de su uso de la fotografía utilizada como herramienta para documentar intervenciones, a su vez, en el medio natural o urbano, Hernando plantea esta vez un juego de disolución de fronteras entre lo interior y lo exterior, cuyos evanescentes extremos serían el yo y el horizonte, dos construcciones que, parece recordarnos Hernando, son tan necesarias como ambiguas y aun ilusorias. Desde supuestos rigurosamente conceptuales pero también rotundamente físicos, el artista alavés hace convivir en sus instalaciones elementos del «mundo exterior» a la sala -piedras, cuerdas, mariposas, reproducciones del Manneken Piss, hojas-, el lenguaje articulado (la palabra «Yo» como símbolo de una realidad esquiva, la célebre cita de Goethe «Más luz» escrita justamente con luz) y la tecnología audiovisual (vídeo, fotografía, cajas de luz) en una muestra concentrada que genera desasosiego mediante un tipo muy sutil de poesía.

Una poesía que está también muy presente en «Crónica», proyecto que forma parte del ciclo «Territorios desheredados», en el que Cristina Ferrández se apoya en el vídeo y la fotografía para captar el espacio natural como símbolo de la situación cada vez más huérfana y extrañada del ser humano; respecto a su entorno, pero también respecto a sí mismo. Con claves entre lo ecologista y lo existencialista Ferrández utiliza el imponente paisaje del playón de Bayas como escenario para una intervención colectiva en la que un grupo de mujeres construyen -paradójicamente- los restos de un naufragio envueltas en la niebla y la respiración de las mareas. La inquietante música de Juan San Martín y la voz y los textos de Paola León arropan, en la pieza de vídeo «Crónica del naufragio», este trabajo entre la narración poética, la performance colectiva y el «land-art».