Estudiantes, golfos y pobres. Descreídos, cínicos, burlones. Grunges de chigre. Ácratas de cáterin. Bohemios de postal, noventayochistas sin pedigrí, desnortados, anacrónicos, sablistas, pedantes de garito nocturno, vividores sin vida propia, letraheridos siempre trampeando, adoradores febriles de la noche, lumpen enciclopédico, desangelados en busca de vida interior, guerreros y poetas, caballeros y oficiales sin oficio, modernos vanguardistas, veinteañeros con ínfulas de sabios, hijos de los noventa con deseos ochenteros, vidas cruzadas en las aulas y en los parques. Después, la vida adulta, el mundo real, la desazón, la muerte. Entre la reflexión acongojada y la pedantería de café, la realidad es una bandeja de pinchos en una presentación. Así se mueven los protagonistas de En mitad del invierno, la última novela de Saúl Fernández que acaba de editar Septem y que se presenta mañana viernes en la Librería Cervantes.

La culpa de todo la tiene El club de los poetas muertos, dice un personaje. Sí, decimos nosotros, porque mediatizó a toda una generación haciéndole creer que estudiar Literatura consistía en subirse a las mesas, recitar oh capitán mi capitán, hacer teatro nocturno, enfrentarse a familias castradoras, vivir el carpe diem, ser libre como el sol cuando amanece yo soy libre como el mar libre como el ave que escapó de su prisión y puede al fin volar; como también tiene la culpa de que, durante años, los alumnos pensaran que todos los profesores eran Robin Williams. Y no, me temo que no. Que lo que hay en el campus del Milán creado por las ficción de Saúl Fernández son profesores que persiguen el complemento dilecto, especialistas en lenguas notas e ignotas, casados en terceras nupcias, con hijos jóvenes y fumadores, pobres de solemnidad, pedigüeños vocacionales. Profesores, algo desquiciados, especialistas en Ercilla perseguidos por psicólogos de guardia. Profesores que explican por enésima vez la égloga tercera de Garcilaso, verso a verso, golpe a golpe.

Novela de campus, entonces. Y también novela de aprendizaje, eso que los alemanes, con su habitual gracejo, denominan bildungnroman. Y novela generacional: la de la movida después de la movida. En medio de la narración de los hechos, se encuentran momentos memorables, anécdotas espléndidas, que son como para darse con un cuento en los dientes. Pero hay también mucha soledad, mucha búsqueda, mucho amor, muchas relaciones cruzadas y mucho humor. Este es el libro de las ilusiones y de las decepciones. Hay nombres ocultos, hay distancia, hay engaño. «¡La puta nostalgia!», rezonga un personaje. Y todo se soluciona comiendo en La Tenada, allá en La Callezuela, ese lugar donde se deconstruyen los estómagos, se sferifican las neuronas, entran en emulsión las papilas gustativas y se hace humo la condición intelectual del ser humano.

Más allá de esto, En medio del invierno es una novela cernudiana. Se mueve entre la realidad y el deseo. Y es también, como quería Gil de Biedma, una prueba de que la vida iba en serio. Y como Saúl Fernández quería hacer, al mismo tiempo, una novela seria, introduce un elemento de tragedia casi clásica: la muerte del padre. La enfermedad, la muerte son el contrapeso, el anclaje que coloca a los personajes cara a cara con la realidad.

Cuando, en Londres, se produce la reflexión sobre la realidad y la ficción en torno a la casa de Sherlock Holmes, se dice: «la realidad tiene poco que ver con la ficción». Y también: «me encanta la posibilidad de que haya vivido en la realidad y en la ficción». Con estas frases, Saúl Fernández no está solo haciendo una declaración de intenciones literarias, sino también vitales. Un modo de leer su novela: «Un juego de mentiras que son verdad y de verdades que son mentira».