Si el espectador dispone de un poco de tiempo, y si puede permitirse hacerlo en una sola tacada, quizá le merezca la pena el desplazamiento: acudir -no importa el orden- a la monográfica de Miguel Macaya (Santander, 1964) en la Sala de Arte Van Dyck de Gijón y después acercarse hasta el Centro de Arte Casa Duró en Mieres para contemplar «La voz de lo callado (del objeto al espacio)», el repaso a los últimos años de trabajo de Mónica Dixon (Camden, New Jersey, 1971).

Naturalmente, cada una de las exposiciones tiene su propia personalidad, calidad y sustancia, y puede y debe ser considerada en su propia valía; pero tal vez la excursión merezca la pena para, sin perder el profundo misterio que atrapa cada una de ellas, disfrutar de dos maneras complementarias pero muy afines de eso que demasiado genéricamente se llamar «figuración». Y de constatar, de paso, los límites de un término que se suele equiparar de manera simplista con «realismo» y oponer, de modo igualmente simplista, a «abstracción». Porque, en resumen, Macaya despliega en su obra la apabullante preeminencia de los objetos representados como abstracciones, como presencias pictóricas absolutamente abstraidas de cualquier mundo; y Dixon consuma en la suya una verdadera «conquista del espacio» convertido de manera cada vez más acusada en objeto y -tienta la terminología de Kant- en «condición» de toda representación. Y todo para concluir que en ambos casos, para Macaya y para Dixon, objetos y espacio son, antes que nada, pretextos para entregarse a una apasionada práctica de la pintura como tal pintura, al margen de aquello que se esté representando con ella.

Quienes hayan seguido la consolidada trayectoria de Macaya se encontrarán como en familia en su individual gijonesa; quienes no, seguramente se sentirán a partes iguales inquietados y deslumbrados por el modo en que asimila la gran tradición española -del Siglo de Oro a Goya- y cierta pintura del periodo de entresiglos un metabolismo contemporáneo. Caballos, cebras, perros, extrañas aves bípedas, bodegones reducidos a la mínima expresión, desnudos femeninos grávidos de carnalidad y hieratismo y sus característicos toreros comparecen, como es habitual en el cántabro, resueltos mediante una maestría técnica en la que la consumación del oficio no resta ni un ápice de temblor: la vibración de la ejecución misma, de la que queda constancia casi como una forma de expresionismo difuso, y la misteriosa vibración la de los objetos pintados, cuya rotundidad no oculta nunca esa ambigua condición.

No se trata, pues, de una reiteración en trampantojo de lo que puede ver fuera del cuadro, sino de la invocación mediante la pintura de seres cuya esencia es exactamente eso -ser pintura-, y que por lo tanto parecen existir de modo precario, siempre a punto diluir sus formas en lo que, al cabo son: pura pintura. La misma que compone los fondos oscuros o neutros en los que flotan al margen de toda realidad que no sea la suya.

Por su parte, Mónica Dixon invita, ya desde el título, a «leer» la obra de sus últimos años que revisa en Mieres como un viaje inverso «del objeto al espacio». En él, su concentración minuciosa y casi franciscana a la poderosa existencia de pequeños seres y objetos banales se ha ido ensanchando poco a poco para atender al espacio en el que están sumergidos; pero, significativamente, expulsando poco a poco cualquier rastro de esos mismos seres y objetos. Los interiores domésticos, en los que aún aparecían muebles, materiales, texturas sobre cuyas superficies Dixon exploraba los efectos de un contraluz invertido, se han ido convirtiendo en escenarios cada vez más neutros, en los que sólo cuentan los elementos mínimos para definir el espacio y la luz entendidos -en cualquier sentido de la palabra- como "motivos" de su pintura, y tratados como realidades cada vez más abstractas y absolutas, pero aún configurados con los rasgos de una realidad reconocible; no importa si es la de un pasillo o una habitación impersonales y deshabitados que parecen remitir, a escala, a los grandes espacios velazqueños, del Tintoretto del «Lavatorio» o del Goya de la «Junta de Filipinas», o la de los paisajes de sabor hopperiano rescatados del paisaje de su Norteamérica natal, en los que una granja, un granero o un silo aislados aparecen meramente como referencias para contrastar lo absoluto del espacio que los engulle.