Tres obras memorables. Cada una en su estilo. Peter Englund: un crisol de voces tanto tiempo silenciadas, una prosa tersa y vivaz, plagada de imágenes poderosas y vibrantes, la belleza y la bestia en páginas incandescentes. Suya es la evocación de la I Guerra Mundial en La belleza y el dolor de la batalla, primorosamente editado por Roca. Hugh Ambrose: más prolijo, menos literario, más disperso e informativo. A mayor espectáculo, menor carga de profundidad: su afinidad con la serie de televisión se nota y traspasa el papel. Le corresponde la II Guerra Mundial en un decorado infernal: The Pacific. Y salto hacia delante, cuerpo a tierra seca de Afganistán con Sebastian Junger: se metió hasta la cocina de las tropas de EE UU y el resultado es Guerra, un macrorreportaje que destripa el microcosmos de un grupo de hombres en estado salvaje. Datos, hechos, sensaciones, un bombardeo incesante de información interior y exterior. Conmueve y remueve: impacta de lleno.

Hoy parece perdida en la bruma del tiempo, pero fue un conflicto que marcó a fuego un antes y un después en una Europa ensimismada, atrapada en un sinfín de contradicciones históricas. A diferencia del conflicto que llegaría de la mano sangrienta de Hitler, sobre la Gran Guerra se ha escrito menos, se ha visualizado mucho menos en la pantalla. Y eso que tiene un subtítulo elocuente, esclarecedor, desgarrador: la Gran Guerra. Peter Englund (Boden, Suecia, 1957) es historiador (riguroso, detallista, preciso) pero, ante todo, es escritor. Y de enorme talento. Esa mezcla explosiva es lo que convierte La belleza y el dolor de la batalla en un libro total, una obra maestra absoluta, una de las joyas más deslumbrantes del año de la corona editorial. Recluta a veinte personajes. Distintos, distantes. Tan cercanos a pesar de la lejanía en el tiempo: la guerra más íntima, la que desgarra vidas sin épica ni fanfarrias, lejos de los despachos donde matarifes con galones juegan con soldaditos de pluma en sus mapas de gloria y miseria.

Habla un aviador belga que vuela con alas británicas. Habla un húsar austrohúngaro. Habla un cirujano de campaña norteamericano. Habla un artillero alemán, habla un cazador de montaña italiano, hablan una colegiala alemana y un funcionario francés, y habla un ingeniero ruso. Habla la infantería. Y las enfermeras. Incluso (en un golpe de efecto genial) la bestia humana que llevaría al mundo a un nuevo abismo poco después, un Hitler que alimentó su odio en las trincheras. Veinte voces, 227 fragmentos de metralla y carne viva. Muy viva. El frente, la retaguardia. Tierra, mar y aire. Puntos de vista alternos, sin dogmatismos ni prejuicios, sin miradas maniqueas ni doctrinas castrantes. La guerra en estado puro, más dura que nunca. Mayoría masculina: cuatro testimonios de mujer que valen por cuarenta. El dolor no tiene sexo. Todos unidos en el inmenso país del sufrimiento, el miedo, la desesperanza. La desesperación permanente. Condena perpetua. El desastre cotidiano, la convivencia rutinaria con la muerte en un gigantesco cementerio a tumba abierta.

Podría ser un novelón de esos que se aúpan a las listas de «best sellers» por sus personajes, sus situaciones, su enjundia moral. Ya quisieran sus autores tener una imaginación tan portentosa para generar momentos inolvidables. Y reales. Pero esto es historia, un mosaico de seres humanos hecho con sus cartas, sus diarios, sus memorias. Ni una línea inventada. Historia con mayúsculas hecha con vidas minúsculas, ni siquiera notas a pie de página. Lo que no interesa al historiador al uso. Emociones, sentimientos, temblores, cosquilleros, vómitos y alaridos. Sueños quebrados. Los pelos de punta: cómo olvidar la escena en que cientos de soldados cegados huyen del horror convertidos en unos zombis aterrados y aterradores, cómo olvidar las masacres que desgarran cuerpos y almas, cómo olvidar las batallas de sangre y vísceras en las que la tierra se transforma en un Apocalipsis. Cómo olvidar ese momento en el que un médico militar, al borde de la locura, persigue al avión que acaba de bombardear a su gente... tirándole platos de cocina. Cómo. Hay personajes que mueren. Otros desaparecen o pierden el juicio. Hay visiones que parecen extraídas del delirio. Hay héroes. A la fuerza. Hay perdedores y vencidos. Hay amor, hay humor. Una infinita tristeza. Y todo lo que hay que saber sobre la I Guerra Mundial. Historia, sociología, psicología, estrategia, la medicina, la moda, las costumbres. Todo. Qué libro. Qué grandioso libro.

Ante semejante gigante, The Pacific empequeñece. Hugh Ambrose ha hecho un trabajo esforzado y entusiasta, al calor de la excelente serie del mismo título. Eso tiene sus ventajas y sus servidumbres. Digamos que el libro amplía y profundiza en asuntos que quedaban difuminados o borrados en la pantalla, y entra en arenas movedizas con cierta osadía, sobre todo en el retrato nada bondadoso que hace de MacArthur, al que pinta más como un tipo ansioso de gloria que como un héroe bien preparado y lúcido. También es interesante su información sobre los problemas técnicos de los bombarderos y el calvario de los presos de guerra.