No es por jugar con la paradoja que este texto se titule «Todos los lugares de la pintura» cuando trata sobre una exposición que lleva el nombre de «Paisajes de ningún sitio». Bien mirado, ese no querer situarse en un sitio determinado -con «no pertenencia a ningún tipo de género», se escribe en el catálogo- declara en cierto modo la vocación de abrirse a todos, a todos los lugares, a todos los paisajes, a cualquier tendencia, persiguiendo únicamente, se concreta, «la representación de una idea, o quizá un ideal.

La presente exposición responde bien a ese ideal o arquetipo que tengo la impresión de que siempre ha perseguido Paco Fernández, cuyo lenguaje plástico demuestra ser de largo recorrido sin prejuicio de que venga determinado principalmente por la investigación de la luz y el color y su aplicación en total libertad en toda clase de superficies y arquitecturas plásticas, soportes caracterizados, como también los materiales, por su elementalidad y sencillez. Luego, recursos tan modestos se calientan con el color y con la intensidad expresiva en formas puras que llevan la magia de lo instintivo y, vista en su conjunto, la obra se nos aparece como un mismo universo pintado, porque el pintor de San Juan de la Arena tiene la virtud de «pictualizar» el espacio como sucede con éste de «Espacio Líquido», situado en la entrada de la galería, verdaderamente irregular y atípico pero, bañado de luz, sorprendentemente adecuado para la muestra.

Independientemente del conjunto, hay distintos lugares en esta exposición que tienen su propio afán. Por ejemplo, sobre una pared vemos algunas pequeñas pinturas o construcciones pintadas como collage en los que Paco Fernández organiza el mar, el cielo y el paisaje con unas simples manchas de color, rojo, blanco, azul..., un color que se materializa como espacio pero también como anécdota, de tal modo que, en su extrema y desconcertante simplificación son capaces de hacernos evocar el sueño de lejanos soles y horizontes. Luego, sin embargo, en la pared de enfrente contemplamos una instalación integrada por volúmenes curvados de cartón pintado que podemos imaginar como un gran árbol, abstracto y totémico, cuyas ramas orgánicas, dispersadas y geometrizadas como las del manzano de Mondrian, florecen en otros colores y formas, como manifesto de libertad creativa frente a convenciones figurativas.

Llegamos luego al rincón oscuro de pintor tan generoso, incluso pródigo, con el color. Vemos allí dos piezas de apagadas armonías cromáticas, ocres, grises, blanquecinos, cuya composición se articula en una secuencia de elementos verticales contrapuestos, como enrejando el espacio, o como tubos sonoros de un órgano, que alguna solemne resonancia tienen. También allí, y dado que ya no es pertinente hablar de abstracción y figuración, que una pintura puede ser las dos cosas a la vez y que el género pictórico más adecuado para demostrarlo es la marina, tenemos un conjunto de diez o doce paisajes del mar, pinturas que son de muchos negros y de indudable virtuosismo en el toque y cuyos elementos caligráficos y gestuales son tan sugestivos que recuerdan la estética de Henri Michaux o de las aguadas chinas: lírico romanticismo oscuro que deja intensas sensaciones de flotación y fluidez y no excluye la experiencia de lo visual, pero cediendo el nervio de la expresión a los signos de la abstracción que subvierten la composición sin agredirla y tanto enriquecen en plástica emotividad a la obra.

Cuantitativamente limitada, si no todos hay muchos lugares de la pintura en esta exposición que podemos visitar de la mano de un pintor tan sensible para percibir y expresar sensaciones.