Hace más de medio siglo de ello, pero lo que sucedió en 1947 con la independencia y partición del Indostán entraña uno de los episodios más brutales y desgarradores de la historia. Un millón de hombres, mujeres y niños murieron y otros diez fueron desplazados de sus hogares y pertenencias: el odio religioso entre hindúes, sijs y musulmanes se extendió y aún perdura, con matanzas y represalias que se suceden. La palabra partición no es más que un eufemismo al describir la sangrienta violencia que precedió al nacimiento de India y Pakistán inmediatamente después de que los británicos entregaran el poder.

El escritor sij Khushwant Singh, en la actualidad un venerable anciano, tenía poco más de treinta años cuando aquello y ejercía de abogado. Vivía en una región que ahora pertenece a Pakistán, en las estribaciones del Himalaya, cuando se vio a obligado a dejar su casa y huir en dirección a Delhi con la familia. Con los recuerdos todavía frescos, escribió la novela Tren a Pakistán, un clásico sobre la materia traducido a decenas de idiomas, con numerosas reediciones, que se publicaría por primera vez en 1956, y que ha editado en español Libros del Asteroide.

Para entonces, Singh ya se había labrado la reputación como periodista que a sus 95 años todavía cultiva con respetados artículos y columnas semanales. A principios de la década de los ochenta llegaría a ser editor del «Illustrated Weekly of India» y del «Hindustan Times». También fue miembro del Parlamento indio y cada vez que tiene ocasión recurre a su autoridad moral para advertir sobre los riesgos del resurgimiento fundamentalista. «En este país cualquier excusa es buena para deshacerse del vecino que no comparte la misma fe», repite siempre que puede. La historia de la India desde la partición es la del ojo por ojo, según él. Se trata de un juego infantil y sangriento. Podrá resumirse en eso de «usted mató a mi perro, yo mato a su gato».

El propio Singh cuenta cómo sintió por primera vez que jamás volvería a su casa de Lahore cuando, unos días antes de declararse la independencia, y en el camino de 200 kilómetros que le conduciría a Delhi, por una carretera asombrosamente vacía, se encontró con un jeep lleno de sijs armados que se jactaron ante él de haber aniquilado un pueblo lleno de musulmanes. En aquella terrible arrogancia de los asesinos percibió el escalofriante eco de lo que pronto se iba a convertir la frontera, con la particularidad de que los sijs y los hindúes también serían víctimas de la locura.

La misma cruel y desolada locura que reflejó en las páginas de Tren a Pakistán, donde recrea la vida de Mano Majra, un pequeño pueblo del Punjab, y de su gente en ese fatídico verano del flujo incesante de desplazados y muertos. «Cuando se supo que el tren había llegado cargado de cadáveres, sobre la aldea cayó un silencio amenazante. Los vecinos protegieron las puertas de sus casas con barricadas y muchos pasaron la noche en vela, hablando a media voz. Todos temían que la mano del vecino fuera a alzarse contra ellos y decidieron buscar amigos y aliados. No advirtieron las nubes que emborronaban las estrellas ni el olor húmedo de la brisa. Cuando se despertaron a la mañana siguiente y vieron que llovía, en lo primero que pensaron fue en el tren y en los cadáveres que ardían. La aldea entera estaba en las azoteas, mirando hacia la estación» (página 161).

Los personajes de la novela están retratados con trazo firme. En poco más de doscientas páginas, el lector se familiariza con el reparto en el que figuran el juez del distrito Hukum Chand, el matón sij Jugga, Iqbal y el resto de personajes. La convivencia en el pueblo, hasta el momento pacífica, se enrarece con el asesinato del prestamista local hindú y la llegada de un tren con cadáveres, pero la población es superada por los acontecimientos cuando el Gobierno toma la decisión de transportar a los vecinos musulmanes de Mano Majra a Pakistán. Un pequeño convoy militar conjunto formado por sijs, beluches y patanes llega al pueblo y ordena la evacuación en diez minutos. El oficial musulmán cortésmente da la mano a su colega sij y pone en marcha la caravana rumbo a Pakistán. Los vecinos no tienen siquiera la oportunidad de despedirse. La pobreza en que viven los desplazados y la terrible incertidumbre a la que de repente se los arroja ejemplifican el desgarrador despedazamiento de un pueblo condenado por culpa de la intolerancia y del fanatismo religioso.

Triste libro sobre el odio, el dolor y la separación, de un hombre, Khushwant Singh, que no ha dejado un solo día de advertir acerca de la violenta locura fundamentalista.