Dentro de la programación de exposiciones de la Pinacoteca Municipal Eduardo Urculo, que dirige Gabino Busto, que es un lujo para Langreo y de la que la política cultural no obtiene todo el beneficio que debiera, se viene prestando una especial y muy pausible atención a la obra de artistas nacidos o relacionados con el concejo y su comarca mediante su exposición en nuestra individuales, en algún caso retrospectivas como la que ahora se dedica a Manuel Beltrán (Langreo, 1945).

Tiene particular interés y mérito esta muestra por lo que en cierto modo supone recuperación para el público asturiano del arte de la obra de este pintor, notable pero poco conocida, poco expuesta y fruto de una trayectoria artística muy discontinua (guadianesca, dice Juan Manuel Bonet en el texto catálogo). Así ha sido siempre. Ya en 1985 (el año anterior había ganado el Certamen de Luarca y expuesto en Madrid y en la sala municipal de Langreo) se refería a ello Beltrán en una larga entrevista que le hice en este periódico: «He perdido demasiado tiempo, cosa que lamento ahora, porque desde el final de mis estudios en la Academia de San Fernando hasta que decidí que la pintura tenía que ser mi único camino pasó un tiempo precioso que hube de dedicar a ganarme la vida. A partir de ahí, dos años más de exposiciones, en Asturias, Madrid y el extranjero y luego muy prolongado tiempo de silencio hasta que en 2006 reapareció e n la Casa de la Cultura de Colunga, una exposición que se prolongó luego, en 2007 y 2008 en la galería Dasto de Oviedo.

Nunca dejó de pintar sin embargo y si en algún período lo hizo bien podría decir que ya me dijo en 1984: lo más difícil fue retomar el camino donde lo había dejado y hacer, contra cualquier conveniencia, lo que debía hacer. Esta exposición lo prueba al mostrar la coherencia en la evolución de una obra que ha sido el resultado, cargado de sentido, de un camino largo, trabajado, intenso y sufriente, en buena parte problemático porque él lo ha querido así debido al alto grado de autoexigencia den su proceso creativo.

Arranca la exposición con una pequeña pieza de sus comienzos, cuando a Manolo Beltrán le interesaba especialmente la pintura de Lucio Muñoz, con referencia a objetos y figuras, mucho grosor de materia y frecuentes hendiduras; luego, dos cuadros de 1984, la época de la que guardo mayor recuerdo, la del premio de Luarca, abstracta, ya adelgazada de materia y cobrando protagonismo el color, un tiempo en el que se planteó el cambio de la función de la línea despojándola de su protagonismo como definidora de masas para convertirse a su vez en mancha. Una dialéctica que determinó toda una etapa. Vemos después, años 86-87, pinturas de mayor indefinición de formas, cromatismo oscuro, negros, luces, óxidos y ocres, muy pictórica en cuanto a la búsqueda de calidades y también la de mayor referencia al mundo industrial de sus vivencias.

Vienen luego las obras de los «años de ausencia», al menos para mi prácticamente inéditas. Una serie de 1988 se titula muy significativamente «Espacio con formas», porque efectivamente es el espacio el elemento determinante del juego plástico en el que las formas «aerospaciales» parecen flotar ingrávidas en superficies de tratamiento delicado, sutil y cromáticamente muy armonioso. Y de pronto, 1989-92 -«Sueño vegetal», «Sobre la tierra», «Paisajes»-, las formas se vuelven estáticas, frontales, adquieren densidad y peso específico, la gama de color se amplia y enriquece y la obra en un barroquismo lírico muy intenso y expresivo visualmente seductor.

En el definitivo retorno, 2007-09, «Armadura en la arena» o serie «Bunker», el gesto lírico disminuye y se dispersa dando paso a la línea, cierta idea geométrica en la composición, vuelven antiguas formas, colores y elementos dibujísticos, también quizá devociones integradas: Ráfols Casamada, Diebenkorn, que, como Bonet, yo también he leído ¡y qué acierto eso de lo pintado como tensado por dentro!. Hasta sus últimas pinturas, paisajes de tierras parceladas, tan cultivadas de color, pasta, raspaduras y veladuras... insistidas; aquí sí que finalmente la línea define a la mancha, especie de cubismo pero a lo Caneja, esos paisajes que no representan paisajes pero remiten a ellos con tanta y tan luminosa evidencia, a partir de su geometría sin profundidad, irradiantes campos, topografía de teselas vista desde el vuelo del mediodía de la pintura.