Los lectores de Fulgencio Argüelles (1955) saben de la fidelidad narrativa de este escritor a la geografía atlántica y a la historia milenaria de Asturias, un espacio físico y cultural (también mítico, claro) sobre el que ha levantado cinco sólidas novelas sin incurrir, como podríamos temer, en regionalismos o costumbrismos de otro siglo. Desde Letanías de lluvia (Alfaguara, 1993), con la que obtuvo el Premio Azorín, hasta la reciente A la sombra de los abedules (Trea, 2011), hay en su escritura una elogiable constancia por ofrecer una apasionada y apasionante metáfora del mundo a partir del territorio conocido del autor y sin temer las costuras del relato de género.

Pese a su evidente factura de novela histórica, la última obra de Fulgencio Argüelles es en realidad un «bildungsroman», como ya lo era El palacio azul de los ingenieros belgas (Acantilado, 2003), con la que ganó el Premio Café Gijón. Si aquí el camino de aprendizaje de Nalo, su protagonista, transcurría en la cuenca minera central asturiana durante los convulsos tiempos y hechos que marcaron los años previos a la Guerra Civil española, la iniciación de Melendo de Piniolo, que es quien relata los acontecimientos de A la sombra de los abedules, se produce en la turbulenta época de Alfonso III el Magno, el último de los reyes asturianos, en el tránsito del siglo IX al X. Cabe recordar que el escritor ya ha recreado con notable pulso los problemáticos años (esplendor y terror) del reinado de Ramiro I en Los clamores de la tierra (Alfaguara, 1996).

A la sombra de los abedules (el título recuerda quizás en exceso el de la exitosa novela A la sombra del granado, en la que Tariq Alí sigue a través de una familia morisca el derrumbamiento musulmán de al-Ándalus tras la toma de Granada, en 1492) es, entre otras cosas, un relato sobre la dificultad de atravesar la conradiana «línea de sombra» que supone el paso de la juventud a la madurez y de cómo nos hacemos adultos al tomar un determinado camino en la encrucijada de las elecciones personales. Al fin y al cabo, la vida no es más que una dolorosa e inexcusable elección, nunca gratuita. Ése es, en realidad, el asunto central de todas las novelas de formación, de Goethe a Salinger. Cómo no recordar a Joyce cuando pone en boca de Stephen Dedalus, el artista adolescente, las palabras "silencio, destierro y astucia" como divisa de su comportamiento futuro.

Melendo, hijo del conde Numio de Piniolo y prócer escribiente del rey Alfonso, relata en primera persona la cadena de sucesos que le llevaron a casarse con Niria, una sierva de la que está enamorado, tras renunciar a la boda concertada con la enigmática y atractiva Lena. El relato comienza con la llegada a su palacio de Cenera (la localidad mierense en la que Fulgencio Argüelles vive desde hace algunos años, tras abandonar Madrid) de Magilo, príncipe errante de los pueblos astures, «el más anciano y el más sabio de los hombres conocidos», y concluye con la muerte de éste, un guía espiritual para el protagonista.

A través del relato de Melendo se nos cuenta también la pervivencia de los viejos ritos, creencias o supersticiones precristianas y cómo los nuevos reyes, auxiliados por la Iglesia y sobre el sustrato del antiguo paganismo, edifican su monarquía gótica y católica. Fulgencio Argüelles recurre a fuentes históricas (la Crónica Albeldense recoge, por ejemplo, la muerte del prócer Piniolo y sus siete vástagos por rebelarse contra el primer Ramiro), y a leyendas o mitologías locales, como la de la fundación del templo de San Cosme y San Damián, foco de una de las más populares y devotas romerías asturianas, para ensamblar una sugestiva escenografía apuntalada sobre pueblos, ríos y montes muy familiares para quienes conozcan el valle del Caudal y sus aledaños, donde transcurre la novela. A la sombra de los abedules muestra, en la mirada de Melendo, la fusión de varios mundos: el del viejo Magilo y el de la monarquía cristiana, abrazada a la Iglesia que representa Lotario, pero también el que revive el monje Flaino con la transmisión de la cultura grecolatina, de Lucrecio a Ovidio. Y cómo esta historia de formación es, además, la del nacimiento de nuevos valores: la nobleza personal debería medirse por la sabiduría, no por las riquezas o el poder que acumulamos. El texto incorpora incluso otra parada en el tan traído y llevado discurso sobre las armas y las letras (pág. 49).

Fulgencio Argüelles, que ha sabido construir un mundo literario muy personal desde la perspectiva de algunas sólidas tradiciones novelísticas, ofrece en A la sombra de los abedules una ceñida prosa de alto voltaje metafórico y de gran belleza expresiva. Las riqueza de su vocabulario (¿quién utiliza hoy, por ejemplo, la palabra «credencia»?), el uso sabio de algunos asturianismos (serondaya), así como la atención y la precisión con que describe la flora, la fauna o los accidentes geográficos que fijan las coordenadas espaciales de su relato, contribuyen a hacer de la lectura de cada una de las páginas de esta novela un gozo. Y eso aun cuando asoman aquí y allá ciertas influencias estilísticas que van de Saramago a Cunqueiro, o precisamente por eso.

Entre tanto título inane que satura los escaparates y expositores de las librerías, A la sombra de los abedules nos gana por la honestidad de su empeño narrativo y por los fulgores de su escritura. Fulgencio Argüelles es de los que mantienen la sólida opinión de que una novela debe contar una historia interesante con palabras que nos conmuevan, que nos hagan ver el mundo con nuevos y más ricos matices. Es un planteamiento al que ha procurado mantenerse fiel. Esperemos que su anunciado paso a la política no le aparte de la literatura. Sería una pena perder a uno de nuestros más solventes narradores.