Uno de los pieles rojas más conocidos era mestizo. Hijo de Peta Nocona, jefe comanche, y de Ann Cynthia Parker, una cautiva anglotexana, se llamaba Quanah Parker. En las fotos que de él se conservan posa como un guerrero majestuoso; recibió su nombre de la fragancia de las praderas en primavera, estación en la que vio por primera vez la luz en el seno de la tribu kwahada. Comandó la carga de Adobe Walls antes de acabar arrastrándose, junto a los suyos, como alma en pena por la reserva. Su nombre ha pasado a la leyenda al lado de los de otros grandes jefes de otras naciones: Toro Sentado (Tatanka Yotanka) o Caballo Loco, de los sioux; Cochise y Gerónimo, en los apaches chiricauas, o Satanta, el líder kiowa, también conocido por «el orador de las praderas» por sus discursos en contra de la ocupación blanca de los territorios indígenas.

Pekka Hämäläinen, profesor finlandés de la Universidad de California (Santa Bárbara), y colaborador en las principales publicaciones de Estados Unidos, pone el ascenso al poder del mestizo Quanah Parker como ejemplo de las oportunidades que la sociedad multiétnica comanche ofrecía a las personas que no eran de pura sangre. Así ocurrió con miembros de otras tribus, convirtiendo a la nación conocida por Comanchería en lo más parecido a un imperio entre los indígenas más al norte de México. Con la excepción de los lakota (sioux) y los pies negros, todas las tribus indias del Oeste estuvieron vinculadas al imperio.

Hämäläinen, autor de El imperio comanche, un documentado y ameno libro editado por Península, atesora el mérito de haber logrado contar en algo más de quinientas páginas (el resto hasta setecientas son de notas, bibliografía e índice) la crónica verosímil de un pueblo que otros historiadores han presentado, unas veces, como víctima de la explotación blanca y, otras, como unos salvajes ávidos de sangre blanca. Los comanches de Hämäläinen son los forjadores de un próspero y vasto imperio que se extendió por el sudoeste de Estados Unidos, mientras que los colonos europeos no tienen más remedio que replegarse.

A principios del siglo XVIII, los comanches eran una pequeña tribu de cazadores-agricultores en Nuevo México. Una vez que adquirieron la costumbre de montar sus caballos, en tres generaciones acabaron por convertirse en una especie de espartanos de las praderas y en los más feroces resistentes indígenas a la conquista anglo-hispano del oeste americano. Al igual que los espartanos, en su jerarquía guerrera figuraba un cuerpo de élite llamados «los Lobos». A partir de 1750 y en los siguientes cien años, los comanches dominaron Nuevo México, Texas e incluso partes de Luisiana y el norte de México.

Los comanches fueron unos combatientes más rocosos que los aztecas o los propios iroqueses. Hasta la guerra civil americana obligaron a los colonos a doblar la rodilla, y lo hicieron, además, cuando el impulso imperialista europeo se hallaba en su apogeo. Puede que la palabra imperio sea una exageración del autor si comparamos la Comanchería con otros momentos de la civilización, pero el de los comanches fue un dominio extenso basado en los lazos de parentesco, el comercio, la diplomacia, la extorsión y la violencia.

Pero ¿por qué los comanches resultan excepcionales entre otros pieles rojas de las praderas? Hämäläinen sostiene que, al igual que los iroqueses, fueron afortunados geográficamente, ya que su corazón era a la vez central y periférico, y en la intersección de los esferas de influencia españolas y anglosajonas. Compartían una división del trabajo fundado en la vida cotidiana y el funcionamiento de una economía dual, de la caza y el pastoreo, y tenía, también, una habilidad única para hacer uso del caballo. Una mayor cultura les permitió asimilar los cambios mejor que los indígenas de otras naciones. Dependían de dos animales, el caballo y el bisonte, que en los primeros días abundaron en las Grandes Llanuras, hasta que su población empezó a extinguirse. En sus rebaños, los comanches llegaron a contar con120.000 caballos y la posibilidad de montar otros dos millones de ellos salvajes. Hämäläinen sostiene que en1730, los comanches tenían a toda su gente a caballo y habían llegado a lo que él llama «el umbral crítico del nomadismo montado». Veinte años después la población ascendía a las cifras más altas: 45.000 habitantes.

El corazón del imperio fue la llamada Comanchería, que abarca los valles de los Arkansas, Cimarrón, Canadá y el río Rojo, además de todas las llanuras del norte de Texas, especialmente el Llano Estacado en el Panhandle. Los comanches llegaron a la cúspide de su poder en la década de 1840, justo cuando comenzaron a chocar con la expansión de Estados Unidos hacia el oeste. Entonces, la viruela y otras enfermedades ya había reducido la población a veinte mil indígenas.

Un finlandés ha venido a contarnos la gesta de cien años del colonialismo invertido de los hombres de las praderas. Lo de siempre, pero esta vez al revés.