Además de atribulados, vivimos tiempos ajetreados. Casi todos vamos de acá para allá marcados muy de cerca por el tic-tac de nuestro reloj, lo que hace necesarias iniciativas editoriales que nos permitan leer buena literatura en el tiempo que tardamos en tomarnos un café o en trasladarnos en transporte urbano al trabajo. La editorial Nórdica lo practica en su colección «minilecturas», donde aparece ahora uno de esos diamantes envenenados que son los cuentos de la norteamericana Flannery O'Connor (1925-1964). Publicados completos por Lumen hace más o menos un lustro, sorprende tanto como agrada encontrar separado de sus hermanos a La buena gente del campo. Cuando un cuento de Flannery O'Connor lleva en el título la palabra «bueno», malo. Como la cobra, esta autora hipnotiza antes de morder. Sureños, calurosos, con bellas descripciones, aparentemente apacibles, siempre inquietantes por ese tratamiento del mal que tan bien convive con la inocencia y la bondad, en los relatos de O'Connor a menudo encontraremos algo que convertirá la rutina de sus personajes en un infierno cotidiano. En «Un hombre bueno es difícil de encontrar», uno de sus cuentos más famosos, una familia georgiana que viaja hasta Florida se encuentra por el camino con una banda de asesinos a cuyo cabecilla apodan el Desequilibrado. Esa familia, desde luego, no tendrá un final feliz, pero antes de llegar al final la abuela y el Desequilibrado mantendrán una interesante charla sobre Jesús y el Evangelio.

En La buena gente del campo las cosas no llegarán tan lejos, aunque algunos puntos de concomitancia en el ambiente hay. Para empezar aquí también se enfoca una familia sureña, una madre y una hija con sus campos, su granero y sus aparceros; y hay también aquí un personaje que pareciendo lo que no es desequilibra con saña esa rutina. A la granja de los Hopewell llega una tarde un vendedor de biblias, un tipo con aire simplón, algo atolondrado, seguramente proveniente de esa clase de familias que no son gentuza, sino personas humildes, trabajadoras y decentes, en fin, «buena gente del campo». Ese muchacho despertará primero la compasión de la señora Hopewell y acabará por humedecer la imaginación de su hija, una mujer treintañera, enferma, coja y pedantuela. Pero no olvidemos que estamos en el territorio de Flannery O'Connor, donde a los personajes se les dejan las puertas abiertas para que tengan la posibilidad de elegir cualquier cosa, y lo cierto es que, aunque suelen coquetear con lo entrañable, no debemos fiarnos demasiado de ellos porque a menudo se decantan por el lado oscuro. «Pero si parece ese buen joven aburrido que trató de venderme una biblia ayer», le dice la señora Hopewell a su aparcera, la señora Freeman, cuando al final del cuento, después de consumarse los hechos que le dan sentido, ve a lo lejos a alguien que camina por la pradera. Efectivamente, era él, ¿él mismo? Los lectores, que conocemos los hechos y tenemos toda la información sabemos que se trata de la misma persona, pero también sabemos ya que es capaz de mostrarse sumamente complejo y desdecir a la señora Hopewell, quien todavía cree que «el mundo sería mucho mejor si todos fuéramos así de simples».

En formato mínimo y mimado, Nórdica nos ofrece una historia tan inolvidable como casi todas las que salieron de la testa de Flannery O'Connor. Leerla es un pequeño lujo y un grandísimo placer.