Sergio Pitol (México, 1933) sitúa a Charles Dickens en un lugar preferente del altar de sus héroes. Cuando tenía cuatro años, enfermaba con frecuencia, había perdido a sus padres y se sentía muy ligado a aquellos niños desesperados creados por Dickens que se abrían paso como podían en la desigual y estricta sociedad victoriana. Leyó entonces Grandes esperanzas y nunca se olvidó de aquella novela. En una conversación con el recién fallecido Carlos Monsiváis, incluida en esta cuarta entrega de sus memorias que es Una autobiografía soterrada, Pitol sostiene que para encontrar en la literatura de hoy algo comparable a Dickens, Balzac, Mann o Musil, es decir, para pasar la prueba de los grandes clásicos, se necesita la muerte, unos meses, un par de años... Los contemporáneos que para el escritor mexicano estarían pasando esa prueba son Andrzej Kusniewicz, Antonio Tabucchi, E. M. Forster, Ford Madox Ford, John Banville, Thomas Bernhard, Juan José Saer, Ricardo Piglia, César Aira, Roberto Bolaño, William Faulkner, Saul Bellow y Julien Gracq.

Según Sergio Pitol, un clásico, para poder serlo, no sólo tiene que poseer una factura lingüística que lo distinga del resto, sino también haber visto moverse el mundo, su época y saber explicarlo, no a través de las descripciones, sino por medio de elipsis y sugerencias. En ese sentido, el autor de Vals de Mefisto se ajusta a su propio canon. Pitol ha sido un espectador privilegiado del mundo que le ha tocado vivir y él mismo se ha convertido en más de una ocasión en protagonista de sus propios relatos. Como ocurre en esta autobiografía soterrada dividida en episodios, en la que, a propósito de un viaje postrero, 51 años después, recrea la primera vez que estuvo en La Habana siendo un joven ávido de sensaciones. La aventura del Shangai, en el barrio chino, las rumbas, los boleros y las putas resulta memorable.

Fue entonces, en esa especie de viaje iniciático que también le condujo a Caracas, donde descubrió su pasión por la poesía en particular y por la literatura en general. Pitol ha brillado especialmente en los cuentos, de los que lleva escritos ocho libros, y en ese género memorialístico que tan bien resuelve, incorporando la peripecia personal, los viajes, la ficción, la obra, las pasiones literarias y la excentricidad. Todo ello está condensado en Una autobiografía soterrada, pero también en las entregas anteriores, El arte de la fuga (1997), El viaje (2001) y El mago de Viena (2005). Los tres primeros, publicados por Anagrama, y el cuarto, por Pre-Textos.

Los libros de Pitol suelen ser iluminadores de ciertas zonas oscuras, y casi siempre inteligentes. Y en todos se percibe cierta inseguridad en los planteamientos que los hacen más creíbles. Él mismo, en El mago de Viena, cita a Tabucchi, uno de sus colegas más cercanos, para curarse en salud: «Antonio Tabucchi comentó una vez que Carlo Emilio Gadda invitaba a desconfiar de los escritores que no desconfían de sus propias palabras». El problema para los escritores que han decidido fragmentar sus memorias, como ocurre en el caso de Pitol, y se han dedicado a contar en más de un libro los pasajes de su vida, es el riesgo de repetirse en más de una ocasión. Eso quizá se deba a una traición de los recuerdos o, simplemente, a un viejo truco para obtener un mayor rendimiento de las ideas. O realmente a que hay que desconfiar de los recuerdos tanto como de las palabras.

En Una autobiografía soterrada, el lector que ha seguido a Pitol comprobará que hay cosas que le suenan de otros libros, ideas que se aferran a quien las cuenta y no le dejan descansar, pero eso es también parte de la música que distingue a un escritor con tanta partitura a sus espaldas. Y es, además, una música que, aunque escuchada otras veces a cargo del mismo autor, suena bien.

La vida es un largo penalty lanzado contra los sueños que nunca se cumplen, en campos de juego sin ley en los que una pedrada puede dejarte sin sentido, sin ilusiones. La vida está llena de mala gente pero también irrumpen en ella, de vez en cuando, héroes que ponen las cosas en su sitio, como el chico de la moto en La ley de la calle o el Shane justiciero de Raíces profundas o el Gross justiciero de «Estrella sin ley», el relato que abre la sesión continua de Vidas prometidas, otra excelente vuelta de tuerca de Guillermo Busutil a la narración corta de largo recorrido. Su libro se mueve por las arenas movedizas de las intimidades expuestas a la intemperie de la realidad mientras suenan canciones de moda y la agenda se despliega entre aromas de moda y libros de moda y restaurantes de moda. Qué miedo. La publicidad que te encañona, las oficinas que te encajonan. Poe o Bartleby, días de terror, silencios elocuentes. Paredes que se comprimen, futuros inciertos. Los personajes de Busutil presentan credenciales de símbolos mundanos, apellidos que no necesitan presentación para encuadrar vidas comprometidas en juego de cartas marcadas a juego. En «La siesta de odiseo» alcanza la cumbre. «La abuela me ató a la pata de la mesa de la cocina». Zas. La primera en la frente. Y, como en el primer relato, un viaje a las profundidades de la memoria, allí donde las flechas habitan en páginas de papel mojado por lágrimas y olas. Náufragos, fugitivos, rehenes.

Hay en el libro miradas atadas al vértigo de la huida, cautivos de la imaginación asomados a la ventana indiscreta de mujeres soñadas. También hay vidas resueltas, pizarras que son libros encerados de una vida encerrada, eclipses que iluminan penumbras y ruinas. Toca balance, llega el momento de las decisiones, se cumplen años en tiempo de descuento, se conversa con los que ya no están y se mira el abismo de la rutina en un nicho de miserias. Somos una oficina de afectos perdidos que regresan cuando menos te lo esperas, quizá en reuniones de antiguos compañeros o en cruces de desatinos en los que las almas colisionan sin remisión.

Emocionante a borbotones, inteligente hasta la médula y audaz en su mezcla de realidades con pellizcos irreales, Vidas prometidas esconde bajo su apariencia de juego de espejos errantes un atlas de nuestra pequeña humanidad con apellidos ilustres para personas anónimas y nombres ajenos para dolores propios. Grandes relatos cortos.