Tres personajes masculinos sostienen el entramado de El lago, una de las obras mayores del maestro Doctorow, novela que, treinta y dos años después de su edición original, mantiene el vigor de lo que el tiempo ha convertido en un clásico del más clásico de los narradores americanos vivos. Si apelo a la definición de clásico es porque resulta imposible leer El lago sin sentir que Doctorow dialoga en su texto con la gran tradición realista de su país, en especial con Dreiser y Una tragedia americana, pero también con autores como James Agee o incluso Sinclair Lewis. Pues aunque el neoyorquino ha rechazado a menudo el marbete de novelista histórico, defendiendo que lo que importa es el sustantivo, no el adjetivo que lo califica, es obvio que su inserción en una nómina literaria que ha hecho de la crónica nacional la sustancia íntima de su trabajo, no resulta improcedente.

Bennett, Penfield y Paterson -un peculiar millonario, un poeta vagabundo y un muchacho de extracción obrera- encarnan el organismo sentimental e intelectual de una América en busca de la satisfacción del sueño patrio, cifrado aquí en una hacienda inverosímil junto a Loon Lake (siempre hay magnates que recuerdan a William Randolph Hearst en las novelas de Doctorow), en la confianza por crear una obra de arte absolutamente libre (hay ecos de Hart Crane y de Jack London en el personaje de Penfield) o en la búsqueda de una felicidad cifrada en el paraíso californiano, destino edénico que, durante el transcurso de la acción, se convertirá en otra cosa (los héroes de Doctorow acaban muchas veces reinventándose en el proceso de construir una plausible dicha).

La movilidad, el empuje del individuo y cierto gusto por una excentricidad entendida no tanto como el gusto por lo bizarro, sino como la certeza de que, si se poseen el ímpetu y la determinación necesarios, cualquier forma de vida es posible, impulsan una trama ambigua y compleja que avanza, retrocede y descompone la historia en mil pedazos, al modo de un espejo roto o de un mosaico realizado con múltiples teselas. Aunque, como siempre sucede con Doctorow, la literatura es genealogía: uno es lo que ha visto, lo que ha hecho, las calles que ha recorrido en su infancia.

Pero también, como siempre sucede con Doctorow, el sujeto -digno, humano en sus contradicciones, fatalmente activo- es responsable de la posibilidad de invertir esa genealogía. Siempre hay un camino a la izquierda en la conciencia moral de este gran escritor. Su credo político, su confianza en la posibilidad de un cambio en las condiciones de vida de los hombres (y basta aquí recordar tres obras maestras como Ragtime, El libro de Daniel y La gran marcha), le desmarca de cualquier romanticismo literario, pero su escritura, con ser despiadadamente realista, es a la vez de una belleza y de una complejidad admirables. El lago, en ese sentido, constituye un memorable ejemplo de esta apuesta por la excelencia: humana y literaria.