La metáfora, la más difícil y sugestiva de las figuras retóricas, ha obsesionado a los estudiosos de la cultura representada por la escuela hermenéutica, empezando por Schleiermacher y Lessing, hasta llegar a Gadamer y Ricoeur. Basta citar al respecto el trabajo capital de Hans Blumemberg, cifrado en obras como La legibilidad del mundo, El mito y el concepto de realidad o Tiempo de la vida y tiempo del mundo, donde el sabio alemán desarrolla una disciplina a medio camino entre la teoría literaria y la antropología filosófica, disciplina que podríamos llamar metaforología, y que buscaría identificar el conjunto de metáforas que, a lo largo de las edades, han venido conformando el lugar que el ser humano ocupa en el cosmos y la búsqueda de un sentido a la existencia: individual, grupal, étnica, racial e histórica.

Ted Cohen, filósofo norteamericano experto en Kant, explora este asunto de los poderes de la metáfora en Pensar en los otros: sobre el talento para la metáfora, libro en que adopta una posición complementaria respecto a la tradición representada por los hermeneutas bíblicos y seculares. El empeño de Cohen, atractivo sobre el papel, consiste en establecer un vínculo entre los aspectos metafóricos de la literatura y la dimensión moral subyacente a la comprensión de ese juego de perpetuo desplazamiento que propone toda metáfora. Pensar en los otros, ponerse en el lugar de los otros, convertirse en los otros a través del movimiento que faculta toda metáfora, parece sugerir la posibilidad de una vida moral más rica, en la medida en que nuestra capacidad de empatía ante el dolor y la felicidad ajenos se vería incrementada. Cohen expresa esta posibilidad con una frase certera que, sin embargo, no niega las dificultades que encierra su tesis: «Hay una conexión entre la capacidad de apreciar plenamente la ficción narrativa y la capacidad de participar en la moralidad de la vida, precisamente porque la capacidad de imaginarse a uno mismo siendo otro es un requisito en ambas. Con todo, de ello no se sigue que la propia participación moral se verá mejorada, porque siguen abiertas las cuestiones, primero, de qué lee uno y, luego, de qué hará una vez haya apreciado a otra persona. Cediendo a la jerga de la filosofía analítica, podría decirse que la imaginación es una condición necesaria, pero no suficiente, para una vida moral competente».

El tema, antiguo como la capacidad simbólica de nuestra especie, se asoma así al abismo de las viejas consideraciones acerca del ser de la literatura y el deber ser de los lectores. Para quienes defendemos la imposibilidad de establecer una relación entre progreso ético y progreso intelectual o, dicho de otro modo, para quienes negamos que exista una correspondencia entre sabiduría y bonhomía, el libro de Cohen merece, cuando menos, una lectura atenta. Problematizar el plausible papel moral de toda educación estética es, desde luego, asunto nada desdeñable, sobre todo en estos tiempos en que leer se ha convertido en una actividad ya no menesterosa, sino decididamente heroica.