-¿De dónde saca esas historias que se inventa? ¿Cómo se le ocurren?

¿Por qué lo hace?

-Porque me pagan -respondí

torpemente.

El síndrome de albatros

Quien avisa no es traidor. Gonzalo Suárez, boxeador de palabras en permanente combate con su propia sombra, encabeza su novela El síndrome de albatros con una cita premonitoria de Flaubert: «El mundo es la obra de un Dios en delirio». Bienvenidos, pues, a un paisaje tormentoso que arranca con una obra de impuro teatro y se arrima al género negro para dinamitarlo desde dentro. Un big bang que no deja títeres sin cabeza: la lucidez con la que se expresan los personajes es tan apabullante que, en muchos momentos, la mano busca instintivamente el rotulador para subrayar frases centelleantes. Rayos y centellas caen en la primera página para poner en marcha una apoteosis del delirio que se vive (se lee) con naturalidad extraordinaria, tal es la capacidad del gran autor asturiano para convertir lo imposible en creíble. Convicción encadenada a un talento en su apogeo: la madurez como escritor le permite contar lo que le da la gana con un estilo que no admite comparaciones. Ni influencias. Ni modelos ni referencias. Es prosa gonzalosuareciana, o sea, una andanada tras otra de imágenes poderosas y elocuentes, de sentencias condenadas al recuerdo, de diálogos que perforan las escenas como balas de una Thompson enrabietada. Y de reflexiones que construyen la horma perfecta para mirar este imperfecto mundo con otros ojos. Nada es lo que parece, y esta novela no se parece a nada.

«A los seres humanos, a veces, se les aparece un fantasma. Ignoraba que a un fantasma se le pudiera aparecer un ser humano». En el universo de G. S., los roles a los que estamos mal acostumbrados se ahorcan sin titubeos para darle la vuelta a la tortilla. Con muchos huevos. Los fantasmas se asustan en lugar de asustar y las criaturas imaginadas tienen más peso que las de carne y hueso. La mentira es más real que la verdad. «¿Qué hace ese niño columpiándose en un desván?». Escalofrío. Temblores. Ausencia y lujuria. Sexo con seso, un festín de letras con barra libre: «Las palabras sobreviven a la memoria y conforman reflexiones residuales, algo así como el eco del pensamiento cuando el pensamiento no está...».

Así que G. S. construye un túnel de ecos habitados por ecos refugiados en ecos. Una investigación en marcha: una viuda muy negra encarga a un escritor que averigüe si existió realmente una mujer de erotismo lacerante sobre la que su marido muerto escribió en cierta ocasión en una obra inédita, lujuriosa y erecta. «Sólo el que comprende puede perdonar». Como el protagonista de «El detective y la muerte», las pesquisas acaban siendo una exploración de las propias sombras. «Vivir es navegar en un mar de angustia». Las páginas de la novelan supuran una tristeza galopante, derrotas al galope. Amores perdidos, odios hallados. «La fantasía es una alfombra voladora que se desgasta pronto si la pisas a diario». La alfombra voladora de Gonzalo Suárez se alza sobre un universo que baila claqué, en el que se engarzan palabras como sentido y destino («tienen las mismas letras en un orden diferente») y donde una mujer hermosa con nombre de ciudad llena de luz (París) exclama ¡qué bello es morir! en pleno éxtasis de realidad imaginada, de imaginación real. Al final, el empeño de Suárez por «atrapar la imaginación de los niños en nuestra cacerola» se salda con un cuento para adultos que habría encandilado a Andersen, por ejemplo, y que logra retenernos a su lado para seguir los pasos de Ernesto Zóster, ese hombre adherido a un apellido asociado a un dolor terrible, un herpes cinturón que aprieta incluso cuando ya está curado. Qué espanto.

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