El sanador de caballos puso a Gonzalo Giner en la órbita de los autores españoles con derecho a tener sus libros apilados en torres. Miles de ejemplares vendidos y un público que se quedó con ganas de más. Se acabó la espera: El jinete del silencio ya galopa por las librerías y su autor, veterinario de profesión y un apasionado de los caballos, vuelve a la carga con una novela en la que ha mostrado un entusiasmo y un ímpetu encomiables: 708 páginas repletas de documentación, pobladas por personajes de todo tipo y condición, llenas sus alforjas de peripecias que saltan de un terreno a otro con blindado desparpajo: aventuras, drama, amor, viajes, arte, Dios, política, exploración, aprendizaje, amistad, superación... Una caudalosa mezcla de ingredientes en los que Giner se vuelca para intentar que cada página se grape al lector devoto de estas historias más grandes que la vida.

Los entornos en los que está dividida la novela son bastante elocuentes, y dan pistas sobradas sobre el recorrido que sigue el autor hasta su liberador e impactante desenlace. Silencio. Asombro. Soledad. Desolación. Descubrimiento. Superación. Emoción. Del silencio a la emoción, permanentes motivos para el asombro, una vida acosada por la soledad y la desolación. Descubrimientos permanentes que conducen a la sabiduría, y limpian las heridas del alma cuando la acercan a las cosas bellas. Y el caballo como búsqueda de la Belleza. Porque El jinete del silencio es, ante todo, una declaración de amor a la Belleza y los caballos a partir de un protagonista condenado a un destino despiadado. Yago nació retorcido. Así arrancamos. El niño no respiraba. Así seguimos. A esa criatura, salvada de morir por un caballo, le espera una lucha descomunal: había nacido extraño y todos le verían extraño.

Pobre Yago. Qué pena, cuánta soledad, asustado y triste en un mundo hostil. Incluso sufre un exorcismo. Sufre lo que ahora llamaríamos síndrome de Asperger. Pero no está solo: la aparición de Fray Camilo pone límites a tanta desdicha. Alguien que lo comprende y lo ayuda. Giner es expeditivo a la hora de presentar a sus personajes. Con una frase los pone en su sitio. Se ha documentado al máximo y cuando describe un lugar no se le escapa detalle (curiosidad: sale Cudillero). Se le nota que disfruta con los pasajes más espectaculares: una tempestad, la caza de la ballena. Y a veces descuida la vigilancia de los adjetivos y se encapricha con «enorme» (enormes extensiones, enorme portón, enormes naves, enormes seres, enormes olas, enorme carga, enorme pluma, enorme algodonal...). Su mejor momento es un encuentro entre Yago y... Miguel Ángel mientras pinta la Capilla Sixtina. Cada detalle lo es todo, aconseja el pintor, y Giner le hace caso inundando su novela de pinceladas que desbordan el lienzo.