De camino a mi instituto, no pasa un día sin que me pregunte con sobresalto si mis alumnos van a estar en clase apacibles y en su sitio o siniestros y taimados: raros. La culpa de estos miedos la tienen películas como Mala semilla, con su niña asesina, como The Innocents y demás variantes de Otra vuelta de tuerca, como El otro, con sus gemelos atroces, y, sobre todo, como El pueblo de los malditos: para que luego digan que el cine no influye en nuestras mentes vírgenes. Es decir, me inquieta pensar que un día los encuentre no indignados sino con mirada aviesa, semblante enigmático, movimiento pausado, actitud alerta, dispuestos a devolvernos a los adultos todos los rigores y castigos que nosotros les infligimos. Esa fantasía perversa la escribió Juan José Plans (Gijón, 1943) en el año 76 del XX y se reedita ahora, con epílogo aclaratorio, para que nos convenzamos, una vez más, de que Plans siempre hizo las cosas antes. Su novela y la película que sobre la misma filmó Chicho Ibáñez Serrador anteceden a la que se considera el epítome de infantes sobrecogedores, o sea, a El resplandor de Kubrick, con esas niñas cuyo recuerdo aún me hace temblar sobre las teclas con que escribo. A Plans ya le puedes hablar del relato de terror más antiguo o más clásico, ya le puedes tratar de pillar en un renuncio por desconocimiento en materia de miedos literarios o fílmicos, ya le puedes intentar descubrir un poema escalofriante o un drama pavoroso: puedes intentarlo, pero siempre te demostrará que eso ya lo hizo él antes, en radio, en novela, en artículo, en la tele. Lo sabe todo al respecto y si más no se aprovecha su ciencia es ejemplo de lo descuidados que somos, yendo a Stephen King y demás vampiros cuando en casa tenemos a quien nos desasosiegue. Releí El juego de los niños en un pispás (esas bolas amarillas que caen del cielo para convertir en asesinos a los chavales de una isla) gracias a su estilo de no estilo (quiero decir: de no florituras, al grano) e incluso volví a ver ¿Quién puede matar a un niño?, a pesar de que el médico me ha prohibido con amenazas exponerme al maldito zoom de los años 70 y, sobre todo, a la música de órgano de las bandas sonoras de la época, por ser sus efectos secundarios muy dañinos para mi salud. Aún funcionan libro y peli, aún asustan. Cuidado con los niños, que en una de éstas la arman en venganza por lo burros que somos sus mayores.

Como necesitaba quitarme de visiones tan ominosas y ya que estaba metido en harina de amigos (sin que sirva de precedente) me refugié en un libro inocente en su mirada, limpito, sin retorcimientos, fragmentario (como corresponde a la época en que vivimos), y me zampé El extraño viaje del librero optimista (perdón por el oxímoron) Ovidio Parades (Oviedo, 1971), a quien me tocó acoger en estas mismas páginas cuando comenzaba. Tanto como me sorprende el mundo interno que bulle en la cabeza de Plans (hombre apacible donde los haya), tanto así llama mi atención la serenidad de Parades para ver las cosas y contarlas: ¿de dónde esa beatitud? Mucho me queda por aprender.