¿Por qué Japón y Alemania han reaccionado de forma distinta ante las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial? Ian Buruma (La Haya, 1951), académico y ensayista especializado en asuntos relacionados con la cultura oriental, escribió El precio de la culpa en 1994, mucho antes de que el único país en sufrir el ataque de una bomba atómica se enfrentase a la ironía de un desastre nuclear. Por ese motivo, esta nueva edición del libro viene acompañada de un prefacio y de una introducción que oportunamente permiten establecer algún que otro nexo entre el castigo por la implicación nipona en los conflictos con los vecinos y la guerra contra Estados Unidos y el fatalismo ante el poder destructivo de la naturaleza.

Al mismo tiempo, Buruma cuenta cómo mientras la desconfianza hacia Alemania se ha ido desvaneciendo en el seno de las sociedades occidentales liberales, el peso de la culpa que los japoneses han evitado asumir permanece imborrable en Corea y otros países vecinos que sufrieron el salvaje ímpetu colonialista del imperialismo del País del Sol Naciente. Para ello, pone los ejemplos del fútbol, según el autor del libro, «una manera útil de calibrar el estado de ánimo de las naciones».

Por un lado, la Copa del Mundo celebrada en 2006 en Alemania, convertida en una manifestación espontánea y festiva del patriotismo alemán, donde por primera vez y sin complejos se lucieron los símbolos nacionales de un pueblo que hasta ese momento había dudado en agitarlos delante de los demás. Entonces, nadie confundió el fervor patriota amistoso con nada siniestro y a nadie parecía molestarle que los anfitriones ganasen un partido, aunque finalmente no reuniesen los suficientes méritos para plantarse en la final. «Antes», cuenta Buruma, «para los holandeses, los franceses, los checos y los polacos perder contra Alemania era como sufrir otra vez su invasión, y las raras victorias frente al país vecino se tomaban como una dulce venganza. Más de medio siglo después del final de la guerra, ese sentimiento parecía haberse desvanecido».

No ocurrió lo mismo, sin embargo, en el Mundial de 2002 organizado conjuntamente por Japón y Corea, en el que los nipones celebraban las inesperadas victorias de su selección en medio del recelo coreano y de los países del vecino, mientras algunos periódicos aireaban opiniones sobre la guerra japonesa que resultaban incómodas para las conciencias. Como explica Buruma, por allí deambulaba el espectro de los saqueos de Nankín y Manila, los esclavos obligados a trabajar hasta la muerte en el ferrocarril de Birmania, los brutales campos de prisioneros de Singapur a Sumatra, en los que se vulneraban las convenciones internacionales, y los millones de muertos en China a manos de la feroz represión del ejército imperial.

Efectivamente, han transcurrido cincuenta años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, pero la imagen de Alemania y Japón como naciones fuera de la ley, incorregiblemente agresivas y brutales, sigue resultando atractiva. A raíz de los juicios de Nuremberg por crímenes contra la Humanidad, Auschwitz se convirtió en un símbolo de la identidad alemana, reconocido no sólo por los aliados, sino también por los propios alemanes.

En cambio, los crímenes de guerra nipones, a veces burdamente manejados por «la justicia de los vencedores», fueron, sin embargo, duramente criticados por los japoneses y no produjeron sentimientos de culpa preocupantes en la identidad nacional. Hay un abismo psicológico entre las sociedades de dos países que formaron parte de un mismo eje que el autor de El precio de la culpa se encarga de investigar. El resultado es un reportaje que se lee de un tirón.

La idea extendida de que algunos pueblos son inherentemente bárbaros es rechazada en El precio de la culpa, el apasionante viaje de Ian Buruma por la memoria histórica. Las estructuras políticas, en lugar de los valores raciales o culturales, son las que determinan el destino de una nación, según el escritor holandés. Buruma aconseja fortalecer la creencia en los valores y las instituciones democráticas, antes que rumiar los defectos del carácter nacional. El libro fue escrito coincidiendo con un aumento de la violencia neonazi en Alemania. El autor sostiene que las personas son peligrosas en todas partes cuando los líderes adquieren un poder ilimitado y a los seguidores se les da licencia para intimidar a otros más débiles que ellos, pero esa no es la situación en la República Federal de Alemania, o en Japón, hoy en día. La naturaleza humana no ha cambiado, pero sí la política.

Buruma cree en la actividad política democrática como una vacuna contra la ideología militarista. Permanece atento a la deconstrucción completa de algunos monumentos alemanes y japoneses, al debate político, los conflictos originados por distintos libros de texto y las obras de arte dedicadas a la guerra: el cine, la literatura y la música. Una de tantas conclusiones: los alemanes y los japoneses deben reflexionar sobre las raíces de su depravación en tiempos de guerra, pero el resto de Occidente no puede dar por sentadas las tradiciones democráticas o los fundamentos morales para juzgar el crimen o las atrocidades cometidas en una coyuntura determinada.