Con tal fuerza incitó a la parroquia a beber el gigante Gargantúa en el instante de su nacimiento que fue la potencia de su voz la que le dio nombre (garganta tienes). Su hijo Pantagruel nació, por el contrario, bajo el signo de la sequía y de ahí su apelativo, que mezcla el griego «panta» (todo) y el árabe «gruel» (sediento) para simbolizar que cuando llegó a esta tierra el mundo sufría una descomunal sequía.

Así tomadas, poco hay de extraño en las génesis de estos personajes salidos de la pluma de François Rabelais (1494?-1553), salvo su condición de gigantes. Bastará, sin embargo, con aproximarles un tanto la lupa y observar el contexto en el que se inscriben estas explicaciones para hacerse una idea de la jocosa desmesura que, de principio a fin, preside las aventuras de Gargantúa y Pantagruel, quintaesenciada en castellano en el adjetivo pantagruélico.

Aventuras que el lector en castellano puede disfrutar ahora en su versión íntegra (los cinco libros en un solo volumen), gracias a una magnífica traducción para Acantilado de Gabriel Hormaechea, quien, con el fin de iluminar una travesía salpicada de pasajes oscuros, acompaña de un breve comentario cada libro y cada uno de sus capítulos. Un documentado prólogo de Guy Demerson ilustra además tanto la figura de Rabelais como los significados atribuidos a su enigmática obra a lo largo de los siglos.

Pero retrocedamos hasta los descomunales partos. Gargantúa nació por la oreja izquierda de su madre porque, horas antes, ésta había tenido la ocurrencia de darse un atracón de callos en dudoso estado. Habiéndole causado la ingente pitanza un oceánico flujo intestinal, pareció recomendable suministrarle un poderoso astringente. Pero la fuerza del remedio fue tal que clausuró todos los orificios inferiores de la madre y obligó al infante, que había permanecido once meses en su vientre, a abrirse una vía matriz arriba.

En cuanto a Pantagruel, compartía al parecer el seno materno con una gran multitud, pues en su salida al mundo le precedieron 68 mulos acarreadores de sal, nueve dromedarios porteadores de jamones, siete camellos cargados de anguilas y 25 carros repletos de puerros, ajos, cebollas y cebollinos. Pantagruel no dio voces llamando a la bebida, pero el prodigioso cortejo que lo precedía, generador de todas las sedes imaginables, hizo clamar a las comadronas: «Esto es buena señal, son divinos reclamos de vino».

Disparates sin pausa y ríos de vino acogen, pues, al lector desde los primeros compases de una saga en la que domina la parodia y, en primer lugar, la de los libros de caballerías, junto a la influencia de la poesía medieval de los goliardos, autores de los Carmina Burana. Con tal de que esté al alcance de la imaginación de un hombre culto del siglo XVI, no habrá ideación, por extraña o descabellada que parezca, que no encuentre su encaje en esta obra, cuyo primer volumen vio la luz en 1532.

Una precisión se impone aquí. Aunque lo habitual desde hace siglos es que La muy horrífica vida del Gran Gargantúa, padre de Pantagruel se disponga como primera parte del ciclo, lo cierto es que Rabelais compuso primero la segunda, Pantagruel, rey de los dipsodas, no siendo el «Gargantúa» sino una «precuela» editada en 1534. Rabelais había abordado de hecho su «Pantagruel» como continuación de un «Gargantúa» anónimo que, pese a su gran pobreza constructiva, había alcanzado notable favor popular. Sólo después de triunfar sin cortapisas con «Pantagruel» se decidió Rabelais a escribir su propio «Gargantúa». Mucho más complejo que aquél, se convertiría en el texto narrativo más aplaudido del Renacimiento francés.