Curioso destino el de Manuel Chaves Nogales. De ser uno de los periodistas más conocidos de su tiempo -los años veinte, los años republicanos en que dirigió el diario Ahora- quedó reducido a autor de la biografía de Juan Belmonte, matador de toros, para posteriormente resucitar como el más lúcido analista de la guerra civil, como un intelectual insobornable y ejemplar, como uno de los grandes autores de la literatura española.

En la mitificación de la figura de Chaves Nogales tuvo buena parte, diríamos que la principal, Andrés Trapiello, que sabe defender como nadie aquello en lo que cree, sin preocuparse demasiado de los datos que puedan desmentir sus siempre brillantes intuiciones. En su reciente libro Los vagamundos reúne, junto con muchos otros sobre sus apasionadas admiraciones de siempre, varios artículos sobre Chaves Nogales y en ellos se muestra justificadamente orgulloso del hecho de haber sido el primero en llamar la atención sobre A sangre y fuego, un libro de relatos publicado en 1937 y en cuyo prólogo se contendrían «las páginas más sagaces sobre la guerra civil».

A desmentir la elucubraciones de Andrés Trapiello sobre el periodista sevillano vienen sus Crónicas de la guerra civil (Renacimiento), muchas de ellas inéditas en libro, editadas por María Isabel Cintas, la gran estudiosa del autor.

Los análisis de Chaves Nogales sobre la guerra civil dibujan una «línea quebrada», como afirma Santos Juliá en el prólogo, resultan cambiantes y contradictorios y además, con cierta frecuencia, nos lo muestran no demasiado bien informado en su exilio parisino. Cito algunos ejemplo: en julio de 1938 el poder real de la España nacionalista estaba «en manos de Mussolini»; un mes después señala que «podemos considerar ya a España como una colonia alemana» y que son los agentes de la Gestapo quienes controlan a la policía española; en diciembre de ese año considera que el general Franco ha perdido «toda esperanza de triunfar mediante la guerra», solo podría conseguir la victoria si los países de Europa le permiten «instaurar el bloqueo de las costas españolas». Dice cosas aún más curiosas, como que en la zona republicana hay tres o cuatro millones de refugiados que han huido de la zona nacional «sencillamente porque el régimen que Franco pretende imponer en España es tan monstruoso que la gente prefiere morir de hambre a soportarlo».

Mayor interés que Las crónicas de la guerra civil, que no son crónicas sino comentarios de un periodista que parece haber perdido el contacto con la realidad española, tiene La defensa de Madrid, un espléndido reportaje novelado sobre aquellos pocos días de noviembre de 1936 en que Madrid estuvo a punto de caer en manos de los sublevados y se salvó heroica y casi milagrosamente. Quien habla en estas páginas -desconocidas y recuperadas por María Isabel Cintas tras una detectivesca peripecia- ya no es el periodista, sino el escritor, el autor de esa espléndida novela de no ficción sobre la revolución rusa y la guerra civil subsiguiente titulada El maestro Juan Martínez que estaba allí.

En su entusiasta prólogo -«este es un libro que quema entre las manos»- , Antonio Muñoz Molina parece creer que se trata de un reportaje, de un directo testimonio periodístico. «Chaves Nogales está en todo, lo ve todo», nos dice. Pero no, según afirmación propia, el 6 de noviembre de 1936 Chaves Nogales deja Madrid, como señala en el prólogo de A sangre y fuego, «cuando el gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia». «Ni una hora antes ni una después», precisa.

Muñoz Molina y María Isabel Cintas, como cualquier lector ingenuo, se dejan seducir por el espléndido estilo narrativo de Chaves Nogales y piensan que, contra toda evidencia documental, están ante la narración de un testigo directo. Pero bastan pocas páginas para darnos cuenta de que se trata de una recreación novelesca. Dialogan a solas el jefe del gobierno y el general Miaja en el despacho de este último: «En el rostro de Largo Caballero y sobre todo en sus ojos atónicos se refleja exactamente la angustia del momento». Tal afirmación es propia del narrador omnisciente de la novela, no de un periodista.

La defensa de Madrid puede ponerse a la par de los Episodios nacionales galdosianos; es el conmovedor relato de un doble heroísmo, el del general Miaja y el del pueblo madrileño, que se contrapone a la cobardía de los políticos que escapan a Valencia. Pero no es un documento histórico, ni mucho menos.

Bastarían las páginas de este libro, publicado por entregas, en 1938, en las páginas de una revista mexicana para convertir a Chaves Nogales en uno de los grandes escritores de la literatura española. Habría que exceptuar el último capítulo, escrito en otro tono, y que nos muestra a un Chaves Nogales que es casi una caricatura del lúcido analista de la guerra civil que nos quieren presentar Andrés Trapiello y Muñoz Molina. Afirma en él que, a comienzos de 1937, el ejército republicano está dotado ya «de una organización comparable a la de cualquier ejército regular» y que cuenta con «material de guerra abundante y modernísimo». Y concluye: «El origen de la guerra no es español, no puede ser imputable a los españoles. No hay más culpa española que la de los dirigentes infames que brindaron la tierra de España a la barbarie y abrieron las puertas de su país a la doble y antagónica invasión extranjera».

Chaves Nogales, en París, desbordado por los acontecimientos, no entendía lo que estaba pasando. Pero nos dejó el mejor testimonio de lo que fueron en Madrid los primeros meses de la guerra civil, cuando el poder quedó en la calle y lo recogieron las organizaciones obreras, en A sangre y fuego. Y a ese libro espléndido le añadió otro, desconocido hasta ahora, La defensa de Madrid, con el que termina su contribución a la literatura española. El resto es ideologizada opinión, salvo quizá -solo quizá- su testimonio de la derrota de Francia.