Eddie Coyle es un delincuente de poca monta con buenos contactos. Su negocio consiste en comprar y vender armas para ganarse la vida. No porque disfrute con ello, sino porque a sus 45 años, con una esposa y tres hijos, cuidar de la familia supone algo más que un trabajo a tiempo parcial. Un policía que lo conoce hace tiempo, dice de él que no es el hombre más valiente del mundo. «Pero no es tonto y se ha vuelto muy cuidadoso», añade. En cierto modo Coyle se ha visto obligado a hacerlo: en su mundo, los indiferentes y los mudos están muertos o encerrados.

El título de la novela de George V. Higgins encierra una ironía, Coyle no tiene amigos, sólo la gente que utiliza y la que hace con él lo propio en el Boston de finales de los sesenta. A nuestro hombre, conocido por el Dedos desde que unos tipos le metieron una mano en un cajón y lo cerraron de una patada, le pueden caer tres años por conducir un camión de contrabando de licor y su única oportunidad de evitar la cárcel es entregarle a la pasma un pez gordo. Mientras decide a quién delatará de los pistoleros o los ladrones que conoce, suministra pipas a una banda de atracadores. De algo hay que comer.

Higgins escribió Los amigos de Eddie Coyle hace algo más de cuarenta años. Sus diálogos relampagueantes son prácticamente la totalidad de la historia y probablemente no hayan sido superados hasta ahora. De hecho, uno de sus admiradores, Elmore Leonard, considerado el último grande vivo, dijo que era la mejor novela negra de todos los tiempos y que a su lado El halcón maltés parecía un juego de niños. Para Dennis Lehane, prologuista en la versión española que publica Libros del Asteroide, nadie, antes ni después, ha escrito algo tan escabroso, divertido o poderosamente auténtico. Ni tan siquiera Leonard, ni el propio Higgins, que se pasó el resto de su vida tratando de imitar sin éxito su primera novela, ese mundo sucio y sórdido de Eddie Coyle, lleno de granujas, con olor a meados y a cerveza rancia. No hay gánsteres nobles, sólo tipos dispuestos a ganarse la vida como sea y, si es posible, salvar el culo cantando «La traviata». Quienes no hayan leído la novela, pero hayan visto la película de Peter Yates, con Robert Mitchum haciendo de Dedos (Fingers), tendrán una aproximación a lo que me refiero, pero no la definitiva.

He vuelto a disfrutar con Los amigos de Eddie Coyle y, al mismo tiempo, doble ración de diálogos, he leído Perros callejeros, la novela número 43 en la carrera de Leonard, que a los 83 años escribe con la energía de siempre. Prueba de ello es que a Road Dogs (2009) la han seguido otras dos. La misma nitidez, prosa económica y admirables destellos de genialidad propios de la gran escuela de la ficción criminal: Hammett o Ross McDonald. En Perros callejeros, que edita Alianza, Elmore Leonard reúne a tres personajes de novelas anteriores: Jack Foley, el ladrón de bancos de Out of sight; Cundo Rey, el estafador cubano de La brava, y Dawn Navarro. Los dos primeros han compartido cárcel; son road dogs: miran hacia atrás. Cundo contrata a un abogado para sacar a Jack del talego y pronto se encuentran en Venice, California. El elenco de granujas incluye a Lou Adams, un agente del FBI que está acechando a Foley, decidido a detenerlo y escribir un libro sobre él; a Tico, un pandillero a quien Adams contrató para espiar también a Jack; a Danny, una estrella de cine, y al guardaespaldas de Cundo, un skinhead neonazi. Ninguno de ellos es de fiar. Cada uno está motivado por una mezcla de avaricia y lujuria. La novela es una obra maestra de la duplicidad. Dawn está empeñada en aliviar a Cundo de las valiosas propiedades que posee. Los dos compañeros de prisión desconfían el uno del otro, pero ambos piensan que pueden ser útiles para sus planes. Foley es un bribón encantador -ha robado 127 bancos sin empuñar un arma de fuego-, aunque puede resultar un tipo peligroso. El resto es filigrana pura. «No me gusta salir de un banco sin llevarme al menos cinco mil en la mano. Lo viviría como un fracaso», dice el protagonista ante la posibilidad de ingresar la mitad de un talón y llevarse la otra en metálico.

Aprovechen para leer a su majestad Elmore Leonard, el maestro del diálogo, y también la novela que lo dejó noqueado. Por cierto, su autor, George V. Higgins, nació en Brockton, Massachusetts, precisamente el lugar donde vio por primera vez la luz el gran Rocky Marciano, rey del knockout, un tipo algo inhumano repartiendo sopapos. Higgins, a su manera, también tuvo un punch considerable manejando el vocabulario de sus antihéroes trágicos.

Apocalipsis. Mañana. Lo puso de moda La carretera. De él vive, o muere, la Melancolía de Von Trier. Cristina Fallarás va a su encuentro con una mirada muy distinta en Últimos días en el Puesto del Este, una novela corta de largo recorrido que la confirma como autora de amplio arsenal narrativo, de las que no dejan indiferente a nadie con sus propuestas arriesgadas y sus ejecuciones cargadas de metralla y poesía amartillada. Su obra maneja el derrumbe de la humanidad no desde la exploración, sino desde el enclaustramiento, algo que hubiera admirado al magistral Dino Buzzati de El desierto de los tártaros. Nueve meses después (un parto) del desastre (escondido en un misterio muy oportuno y eficaz), una superviviente reflexiona sobre el universo femenino (los mitos, los ritos) sin subrayados, con una sutileza extrema, siempre al acecho de un lirismo blindado contra la afectación y el efectismo que hace de las confesiones de la protagonista un testimonio desgarradoramente veraz. Y emocionante. Soledades, amores en sombra, incertidumbre sin tregua.

La autora advierte al principio que escribió su libro oyendo el «Adiós Nonino» de Piazzolla «porque coincidía con la mía, entre tremebunda y elevada, un poco ciclotímica». Buena música para leer. Habla del mañana, que se alimenta del presente: «La actualidad me da miedo. Creo que cada vez somos menos capaces de nombrar lo que nos sucede y lo que nos amenaza». ¿Qué prendió la mecha? «La precariedad. Nació de la pobreza, de tener dos hijos y ver que no llegábamos a veces a tener lo más básico». No hay ajustes de cuentas: «Hay una forma de salvarme, de sacar el dolor y de narrar la angustia». Y... ¿es una historia de amor, aunque parezca de guerra? «Es una historia de guerra aunque parezca de amor. Es la historia de un asedio y de una soledad radical, la de la protagonista, que no ha tenido amor, precisamente». El lector «es partícipe necesario, imprescindible. Es un juego con el lector». Las comparaciones con La carretera o Melancolía no tienen derecho a convertirse en influencias: «Me siento muy próxima al apocalipsis leve que siento está sucediendo, este perder las certezas, los referentes, las vías y los nombres». En esa historia de asedios y soledades y dolor y miedo conviene tener claros quiénes son los malos. ¿Lo sabe Fallarás?: «No, no lo sé, y ahí radica el problema».