A la bibliografía sobre la transición democrática de España le faltaba el capítulo de la educación y el impacto de la ley de 1970 del ministro Villar Palasí, que estableció la enseñanza obligatoria de los 6 a los 14 años, la EGB (Educación General Básica), diferenciada por materias y por áreas, además del BUP (Bachillerato Unificado Polivalente) y el COU (Curso de Orientación Universitaria). El periodista y poeta Ignacio Elguero, director de Radio 1 y del programa literario «La estación azul» en RNE, aporta su contribución con el libro ¡Al encerado!, un recorrido sentimental por las aulas, los planes de estudio y los recreos, contado por protagonistas de la generación nacida entre finales de los cincuenta y comienzo de los setenta. La generación que heredó una estructura franquista educativa que iría evolucionando tras el fallecimiento de Franco, en 1975, con las reformas y la llegada de la democracia.

Políticos, actores, cantantes, escritores, periodistas, humoristas, como Patxi López, María Dolores de Cospedal, Juan Echanove, Sole Giménez, Pepa Bueno, Ángeles Caso, Elvira Lindo, Juan Luis Cano y el ex futbolista Miguel Pardeza, entre otros, constituyen los testimonios que Elguero, madrileño de 1964, va hilvanando a sus recuerdos, reflexiones y comentarios sobre las experiencias que él mismo vivió. El autor construye un amplio y documentado reportaje, que gracias a la variedad de los cuarenta y siete capítulos y la espontaneidad de los protagonistas constituye un ameno trabajo radiofónico para ser leído, en el que muchos de sus lectores seguro que se sentirán identificados.

No deja de ser una sorpresa que cuando el profesor llamara al alumno a salir a la pizarra fuera un motivo de pánico escénico para la cantante Sole Giménez o para la primera mujer secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal. La solista de Presuntos Implicados declara que «Me producía una ansiedad terrible oír aquello de: Marisol, ¡al encerado! Y, aunque me lo supiera todo perfectamente, se me olvidaba de golpe». Y la flamante presidenta de la Junta de Castilla-La Mancha recuerda que «siempre se me aceleraba el corazón si me nombraban. Me tocó. De alguna manera era ponerte en evidencia aunque fuera para bien». Según Juan Echanove, «la tarima era lo previo al encerado y era como el cadalso, pero también podía suponer la gloria». Apuntaba ya maneras el actor de grandes éxitos en el teatro, el cine y la televisión.

Estos años fueron también fructíferos para Ángeles Caso, que, gracias a los concursos de redacción, descubrió sus dotes para la narrativa al ganar en Asturias cuando estaba en cuarto de Bachillerato: «A los ganadores a nivel regional nos llevaron a Madrid y después estuvimos quince días de viaje por España y Portugal? Lo pasamos genial». Es cierto que no llegó a ganar a nivel nacional, pero quizá, décadas más tarde, tuvo la compensación de ser la galardonada con uno de los premios más prestigiosos, el «Planeta».

La elección de delegados de curso fue toda una novedad para esta generación. «Un primer ejercicio democrático», según declara el lendakari, Patxi López, «porque en los últimos años del instituto eran todo reivindicaciones, [los delegados] ya empezaron a tener un poquito de papel, y se les elegía con más tino para que te defendiesen». Un buen aprendizaje para el posterior líder del PSOE. Sin embargo, de su etapa como subdelegada y delegada de curso en el instituto, Elvira Lindo no sacó la vocación para la política, sino para el periodismo y la literatura: «Eran los años de la transición. Asistía a los claustros donde se decidían las notas? Y como además salía con un chico que era del PC, me tomaba los claustros como una reunión del partido. Para mí los trabajadores eran los alumnos, y los patronos, los profesores, así que intentaba rascar, como fuera, la mayoría de aprobados para mis compañeros».

Más impacto tuvo la implantación de la enseñanza mixta. Para los alumnos que llegaron a COU sin mezcla en las aulas, aquello se convirtió en toda una experiencia que vino a revolucionar los centros. El humorista de «Gomaespuma» Juan Luis Cano recuerda que «ese curso fue un shock absoluto? La verdad es que nos poníamos bastante tontos. Vinieron de dos colegios, porque ellas no tenían ya COU. Las escolapias eran más abiertas que las del cole de las Carmelitas, que eran más cerradas, más retrógradas, y en COU seguían creyendo que con un beso te quedabas embarazada». Reacciones comprensibles si, como explica el autor, las leyes educativas franquistas aplicaron a partir de 1945 la separación entre niños y niñas, al tiempo que se obligaba a que el profesorado fuera del mismo sexo que el alumnado.

La perspectiva del tiempo permite a los protagonistas del libro reprochar a sus superiores que concedieran más valor a la autoridad del padre que a la de la madre, que los progenitores no protestaran por algunas decisiones de los profesores, que se practicaran los castigos de «tortas, capones y tirones de patillas», sobre todo a los chicos, y, en general, el permanecer de pie en un rincón o las expulsiones. Pero todos coinciden en el respeto, el uso del «usted» y el «Don» o incluso el miedo hacia el personal docente; «el respeto al mayor, al poseedor del conocimiento», según escribe el autor y protagonista de la generación conocida como el «baby boom».

Hasta los años ochenta, principalmente tras los Pactos de la Moncloa, entre Gobierno, patronal y sindicatos, «no llegó el desarrollo a los mismos barrios o a las barriadas de reciente creación y pueblos, hasta entonces un tanto desasistidos por la enseñanza pública en su conjunto», concluye Ignacio Elguero. Así se produjo la transición política y también social y educativa, una etapa de cambio, que les tocó vivir a los niños y adolescentes, reflejada en el libro ¡Al encerado! (Planeta, 347 páginas), frente a la generación actual de nativos digitales para los que las pantallas de ordenadores y teléfonos inteligentes son la pizarra del siglo XXI.

Tengo a las series de televisión por las nuevas novelas por entregas que tan felices hicieron a los lectores del XIX y parte del XX. En ellas (en las verdaderamente buenas de entre ellas, que morralla hay mucha) puede uno encontrar los elementos de intriga, humor o reflexión que tan entretenidos tuvieron a nuestros mayores semana a semana, aventurando cómo podría ser la próxima entrega, si moriría el malo, si la bondad saldría triunfante. Sin embargo, muchos de los nuevos aficionados a las series televisivas, de esos que se van incorporando a ellas simultaneándolas con las novelas, parecen estancarse en lo producido en EE UU y no los saca uno de Los Soprano y de Mad men. De hecho, es ya un tostón escuchar a alguien en sociedad diciendo que «adora» o que le «encantan» (convendría prohibir por decreto tanta cursilada) las series de TV, para añadir como únicos ejemplos las, sí, colosales Los Soprano y Mad men.

Hay mundo más allá de las series USA. Hay una BBC, por ejemplo, que cuenta con espléndidas obras como Luther, The shadow line, Exile o The hour, muy cortas además, media docena o así de episodios, nada de esos inabarcables y agobiantes años y años de Lost, por ejemplo, que parecía (y fue) el cuento de nunca acabar. Acaban de pasar por cable una de ellas (con el habitual retraso), Criminal justice, con el inapropiado subtítulo de Presunto culpable, inapropiado en cuanto que se confunde con tantos otros filmes o teleseries con el sustantivo «culpable» en danza. La recomiendo sin reservas a cualquiera, pero a los profesores en particular, tal vez para pasársela a sus alumnos como ejemplo didáctico de que basta una noche de descontrol para que tu joven vida se descontrole para siempre. Los adultos, que tanto descontrolan, mal lo tienen si no han aprendido ya tal lección. En efecto, en Criminal justice un chavalete se va de cachondeo con el taxi de su padre, se le cuela una chica en el mismo, unas copitas, unas droguitas, un sexito? y la chica aparece muerta al cabo de unas horas mientras el mozo trata de espantar la mona sobre la mesa de la cocina. ¿Fue él el asesino? La duda se mantendrá durante los cinco episodios y no seré yo el «espoiler» (el chivato de argumentos, el «arruinargumentos») que la desvele. Se mantendrá mientras lo detienen, juzgan, entra en prisión? Nada espectacular, por lo que ustedes ven, máxime cuando el chico tiene todo el aspecto y toda la conducta del buen chaval que parece. Pero el intríngulis del asunto, lo que hace buena, buena a Criminal justice no es la trama (previsible) ni es el mundo carcelario (previsible también). Es el salto que el protagonista (ese Ben Whishaw tan de moda hoy, precisamente por The hour) se ve obligado a dar desde un mundo apacible de clase currante a otra realidad paralela: la de los abogados, la de la llamada justicia. Es, al pie de la letra, otro mundo, un mundo donde la verdad importa un pimiento, donde lo único importante es que la historia que cuentas a los jueces sea verosímil, creíble y adornada de las virtudes civiles del encausado. Los letrados que rodean al chaval (letrados de los que se va desprendiendo) buscan que cuadren los hechos de forma tragable para que el veredicto sea de inocencia: ¿a quién importa la verdad? «No importa la verdad sino que te crean tu historia», le dice el pintoresco y algo cínico (y grandísimo actor: oigan su voz, vean la serie en versión original) Con O'Neill. Si ni el mismo chico sabe si es o no un homicida, como para buscar verdades. Historias: he ahí lo que cuenta. Y no faltan el muy villano, vengativo y pertinaz policía (una especie del Javert de Los miserables), contradictorio y de fríos ojos, ni el compañero de celda bueno (digámoslo así). Todos con sus historias, la verdad no importa.

Nueva York antes de ser Nueva York fue Nueva Amsterdam, la capital de los Nuevos Países Bajos, la punta de lanza de la República de Holanda en Norteamérica. De 1625 a 1664. Unos años antes, en 1609, el marino inglés Henry Hudson -al servicio de la nueva nación independiente- reconoció la bahía de Manhattan y remontó el río del Norte (con el tiempo, este río sería bautizado con el apellido del navegante). La Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales envió al otro lado del Atlántico a sus primeros colonos. Iban a explotar un paraíso de pieles de castor. Los holandeses extendieron sus dominios por el actual estado de Nueva York (fundaron Fort Orange, ahora Albany), por Nueva Jersey y hasta por Delaware. Aquellos cuarenta años de presencia holandesa en Norteamérica son los que ahora historia Russell Shorto en Manhattan. La historia secreta de Nueva York, una monografía que reconstruye la vida cotidiana de la colonia holandesa hasta su rendición ante el Imperio Británico. Sin un tiro.

A Russell Shorto le pierde su afán por recuperar a personajes tan escondidos como Peter Stuyvesant o Adriaen van der Donck... El primero entregó la colonia a los ingleses y el segundo dedicó todos sus empeños a conspirar contra su director general. Y es que, a juicio de Shorto, Nueva Amsterdam tenía más de factoría comercial que de plaza fuerte. Es decir, los primeros manhattanitas más que ciudadanos eran empleados de la Compañía de las Indias Occidentales. Esta naturaleza particular de los primeros habitantes occidentales de la isla norteamericana, según se infiere de la monografía de Shorto, causó el colapso del imperio holandés. Los vecinos de Nueva Amsterdam inducidos por el conspirador Van der Donck reclamaron de Stuyvesant -el delegado en Manhattan de la compañía- la fundación de un municipio: consejo de ciudadanos, poder ejecutivo. Y es que el cargo de Stuyvesant no era el de gobernador: era el director general de los Nuevos Países Bajos y su poder alcanzaba las pequeñas Antillas Holandesas, adscritas a Nueva Amsterdam.

Shorto es norteamericano, pero vive en Amsterdam desde hace unos pocos años. Se sumergió en los papeles que documentan la prehistoria neoyorquina con el deseo de reconocer cuarenta años de olvidos continuados que el historiador achaca, entre otras cosas, a la ausencia de buenas traducciones de los archivos de Nueva Amsterdam (escritos en holandés antiguo, un idioma que, al parecer, dista bastante de parecerse al holandés actual). Además, dice Shorto, los historiadores anglosajones han despachado tradicionalmente las cuatro décadas neerlandesas con prejuicios poco o nada fundamentados. Contra esto Shorto exhibe una herencia que se nota en la los topónimos (Bronx, Brooklyn, Yonkers?), en la semántica («boss» es un «holandesismo») y hasta en la organización del sistema judicial (los «schouts» neerlandeses, dice Shorto, son los fiscales de distrito de hoy). «? El asentamiento original contribuyó, y todavía perdura, imbricado en la esencia de la isla y de la nación» (p. 431). O sea, fueron cuarenta años dentro de una historia de cuatro siglos, pero aquel manto sigue dando calor a los habitantes de la capital del mundo.

Los holandeses, escribe Shorto, sembraron liberalidad: Nueva Amsterdam era una ciudad que huía de la pesadez de los puritanos, que aceptaba colonos de todos los países? Calvinistas oficialmente, pero desprendidos en el fondo. Cuando hay que criticar genocidios indios, sin embargo, Shorto pasa de largo; cuando hay que hablar de matanzas de ingleses por parte de los holandeses no puede evitar justificarlas: «A lo largo del siglo las compañías mercantiles holandesas, sus directores y los soldados actuaron de modo tan sanguinario e inexorable como sus homólogos ingleses, españoles o portugueses» (p. 178). Y da fe de ello recordando a continuación al duque de Alba, gobernador de los Países Bajos españoles, que «emprendió una campaña inquisitorial de tortura y asesinato».

Manhattan. La historia secreta de Nueva York es el relato de cuatro décadas escondidas y es también el descubrimiento de un tiempo pionero con nombres y apellidos: para Shorto la presencia holandesa en el mismo escenario que ahora ocupa la ciudad de Nueva York supone algo así como una epifanía divina siempre negada. Nueva Amsterdam para el historiador fue una tierra poblada sólo por indios que fue ocupada por un millar de empleados holandeses que sumergieron los cimientos de una ciudad y de un puerto que, andando el tiempo, estaban llamados a cambiar la historia de Occidente. Sin holandeses nada hubiera sido igual, concluye Shorto sin remilgos.

Thomas Wolfe pasó por la historia de la literatura como Paul Morphy pasó por la historia del ajedrez o como Jackson Pollock pasó por la historia de la pintura. Fue un meteoro cuya huella, fugaz pero intensísima, hizo que las cosas cambiaran para siempre. Es privilegio del genio lograr semejante alteración del orden establecido. Su nombre no puede pronunciarse en vano.

Nacido en 1900 y muerto con apenas 37 años, en su breve vida Wolfe tuvo ocasión de dejar su sello indeleble como uno de los creadores más augustos de las letras norteamericanas. Su influjo sobre mentalidades tan dispares y poderosas como Faulkner o el movimiento beat nunca será suficientemente ponderado. Autor, con apenas treinta años, de una obra prodigiosa, la impactante El ángel que nos mira, una novela-río que narra la aventura espiritual de la familia Gant, Wolfe fue un poeta que utilizó la prosa para convocar, con estímulo y genio, a dos de los grandes principios que rigen el mundo: la Belleza y el Tiempo.

El empleo de la mayúscula no es fruto de un capricho. En Wolfe, Belleza y Tiempo se escriben siempre así, como universales de la conciencia y de la experiencia, como el anhelo de lo que el mundo debería ser (un lugar para la Belleza) y como la evidencia de lo que en realidad es (un lugar donde el Tiempo impera y destruye y corroe y mutila). Toda su obra se alimenta de esta dialéctica por necesidad cruel entre la fragilidad de nuestra vida y nuestra inmersión fatídica e inexorable en el cómputo de las edades. De la unión de esta batalla entre la literatura como exhumación de lo Bello y la literatura como constatación de lo Temporal nace una de las más profundas prosas del siglo, una escritura de una diafanidad y una exuberancia singulares, que acerca a Wolfe a la estatura del gran narrador norteamericano del siglo anterior, el inigualable Melville, y prepara el camino para la década prodigiosa que, entre 1930 y 1940, hará de Faulkner el mayor escritor de su época.

El talento de Wolfe se encapsula vertiginosamente en este relato disfrazado de nouvelle que es El niño perdido, una evocación dolorosa y emocionante de Grover Wolfe, el hermano muerto en 1904, cuando el narrador tenía 4 años de edad y su familia se había mudado a la ciudad de Saint Louis con ocasión de la Exposición Universal. Dividida en cuatro partes, que convocan las voces y puntos de vista del hermano muerto, de la madre doliente, de una de las hermanas de la familia Wolfe y del propio escritor, El niño perdido es una lección maravillosa para todos nosotros, esforzados aprendices, acerca de cómo el material autobiográfico puede convertirse en espejo de lo común. Su conmovedora fuerza radica en su sinceridad y en su tristeza, una sinceridad y una tristeza ante la Belleza fugitiva y el Tiempo inclemente que alimentaron, sin miedo ni esperanza, una de las propuestas literarias más significativas del pasado siglo.

Thomas Wolfe (1900-1938) no llegó a cumplir los 38 años, pero consiguió la admiración de contemporáneos como William Faulkner -«hay dos grandes escritores en mi generación, el primero es Thomas Wolfe, el otro soy yo», vino a decir alguna vez- o Sinclair Lewis. Después, muchos le han rendido tributo, entre ellos el primer Jack Kerouac o Philip Roth, y su minimalismo preciosista puede rastrearse como clara influencia en la obra de Gordon Lish, el famoso editor de Raymond Carver. El niño perdido, publicada en 1937, poco antes de la muerte de Wolfe, es un canto rapsódico a la muerte de su hermano mayor, Grover Wolfe, fallecido de tifus a los 12 años de edad, justo en 1904, cuando Thomas tenía 4 años y en Saint Louis se celebraba la Exposición Universal. La familia se había trasladado hasta allí desde Asheville, el padre trabajaba como picapedrero y su casa funcionaba como un pequeño alojamiento para vecinos desplazados desde la ciudad natal.

Todos somos sombras de paso, y sobre todos, sobre los vivos y los muertos, cae fría la nieve como en el relato de James Joyce lo hacía sobre la tumba de Michael Furey. Contada a cuatro voces, en la primera parte de El niño perdido el narrador nos presenta al joven Grover, que trabaja ocasionalmente en algunas de las barracas de la Exposición. Emociona de esta parte el altercado de Grover con el tendero Crocker, solventado por el padre del muchacho con un deje algo irlandés y maneras propias del Western. Admira la capacidad del autor para tensar el relato al máximo sin hacerlo explotar. Todo sucede por cuenta de unas estampillas que el tendero cree robadas cuando, en realidad, no lo son.

En la segunda parte es la voz de su madre la que se alza para recordar al chico muerto; en la tercera es su hermana; y en la cuarta es el propio autor quien se decide, muchos años después, a volver a la casa en la que vivió la familia durante unos meses y en la que murió su hermano mayor. Pura, exacta y emotiva, esta novela-homenaje se yergue sobre un hecho real para robustecerlo y hacerlo imperecedero con su prosa recia y sensible.

«Y así, al haber encontrado todo, supe que lo había perdido», dice el autor tras volver a la casa y permitirle la dueña pasar y ver la habitación en que dormía su hermano. «Y supe que yo no volvería nunca más, y que la magia perdida no volvería nunca. Y que la luz que caía, que pasaba y se iba y regresaba de nuevo, la memoria de las voces perdidas en la montaña, las sombras de las nubes pasando sobre el campo, las remotas voces de nuestros parientes, la calle, el calor, la avenida King y la canción "Tom, Tom, the Piper's Son", el vasto y borroso murmullo de la feria, "oh, extraño y amargo milagro del tiempo", no volverán otra vez».