El segoviano Alberto Olmos dio un paso al frente en 1998 como finalista del «Herralde» con A bordo del naufragio. Tardó ocho años en reaparecer con Trenes hacia Tokio y ya no hubo pausas: El talento de los demás, Tatami y El estatus. Obras en las que mostraba una personalidad a prueba de bombas y una originalidad que no dejaba indiferente a nadie. O sea, que despertaba devociones y odios a partes iguales. Su papel de bloguero incisivo y a menudo insolente que solía mostrarse despiadado con algunos de sus colegas hizo que esa división entre aliados y enemigos se hiciera más profunda y sangrante. En resumen: que muchos esperaban con el cuchillo bien afilado su siguiente aventura literaria. Quien critica a bocajarro ya sabe lo que le espera. Además, fue fichado por Mondadori con todo lo que eso conlleva de respaldo promocional. O sea, de renuncia a unos principios. Más prejuicios, pues, que pueden estorbar a cualquier lector que se deje influir por esos daños colaterales de las polémicas y batallas extraliterarias. Lo realmente importante es que Ejército enemigo es una novela que, sin tener miedo a ceñirse a una actualidad que quema los dedos, hunde éstos en asuntos universales que desde siempre han alimentado la literatura menos complaciente. Que el protagonista sea publicista no es casualidad, claro: en este mundo de obscena apariencia y falsas creencias, esta profesión es una de más elocuentes. Mad men, recuerden. Olmos plantea su historia como una especie de viaje al corazón de las tinieblas en el que un personaje, nublado por el cinismo a la hora de observar una selva llena de tigres de papel, profundiza en el misterio de un amigo muerto que le dejó como herencia un sobre a su nombre. Una invitación, pues, a investigar, a conocer, a cruzar el umbral de lo desconocido. Encharcados por una política que hace aguas fecales, nublados los entendimientos por el exceso de propaganda que convierte lo útil en vistoso, aturdidos por la ausencia de un enemigo bien definido contra el que pelear, los combatientes en esta guerra en alta definición se mueven por trincheras mal cartografiadas, muchas veces sin balas y disparando. Olmos despliega su estilo inconfundible (irritante para unos, electrizante para otros) para acechar al coleccionista de palabras de su historia con letras juguetonas que se resisten a ser previsibles y convierten las obsesiones del autor en crucigramas de la realidad con las casillas invadidas por fantasmas.