Quienes hayan conocido Nueva York antes de 1994 y repetido después la visita habrán podido darse cuenta de que Manhattan es un lugar muy distinto del que era. O que, al menos, la ciudad perdida y canalla de Luc Sante (Verviers, 1954) sólo existe representada en ciertos vestigios y en la memoria de quienes padecieron y disfrutaron de ella. O de los visitantes que, con sentido de la observación, han vivido para darse cuenta del gran cambio a orillas del Hudson a partir del momento en que Rudolph Giuliani puso por primera vez los pies encima de la mesa de la Alcaldía.

Sante, belga, emigró a Estados Unidos en 1960 y vive allí desde entonces. Últimamente, en una localidad 150 kilómetros al norte de la Gran Manzana, donde anidan los recuerdos de las impresiones recogidas en Mata a tus ídolos (Kill all your darlings), un libro que empezó a rondarle la cabeza después de leer Delirio de Nueva York, en el que su autor, el arquitecto holandés Rem Koolhaas, hablaba ya de la ciudad que sería reemplazada por otra.

Efectivamente, había una considerable diferencia entre el Nueva York de calles elevadas, reflectores gigantes, estilo Metrópolis de Lang, que proyectaba Koolhaas en las páginas de su libro, de la ciudad en la que acampaban Sante y sus colegas, como él mismo escribe, de magnolios creciendo en las grietas del asfalto, manzanas salvajes y despobladas, ruinas, perros callejeros y hongos brotando en Times Square. A aquella ciudad de los lúgubres garitos del Lower East Side, los camellos y los drogatas, del turismo del jaco y el metro inhóspito a partir de la medianoche, llegó un buen día Giuliani para emprender la limpieza: el resultado al final de su tarea era un lugar mucho más elegante y apacible, sobre todo para las clases acomodadas, infinitamente más seguro para los habitantes y los miles de turistas. Giuliani, el incorruptible, puso a trabajar a la Policía, persiguió a los peatones imprudentes y acorraló la mendicidad hasta convertirla en un recuerdo más del pasado. Desalojó a los yonquis de las calles y a los traficantes de las «zonas de combate», limpió Harlem y los sectores más irrespirables del Bronx. Incansable, pulió la Gran Manzana hasta sacarle brillo, hacerla comestible y se metió en el bolsillo al ciudadano medio con sus dotes de marshall. Sólo el desasosegante culebrón que precedió a su divorcio llegó a restarle entre la derecha republicana y religiosa la popularidad que había amasado en su era gloriosa de los noventa. Y fue precisamente en ese momento, 2001, cuando el 11-S vino, aunque resulte duro decirlo, providencialmente en su ayuda. A raíz de los atentados de las Torres Gemelas, Giuliani volvió a irrumpir en el escenario como el Alcalde de América, un hombre de espíritu indomable, dispuesto a liderar a su pueblo frente a la tragedia del siglo. Su papel en aquel doloroso trance dio el mejor perfil del personaje.

Nueva York estrenaba heridas en la primera década del siglo XXI tras dejar atrás su viejo carácter extrovertido y caprichoso de ciudad lunar, miserable y también maravillosa. Hacía tiempo que los atracos a mano armada habían dejado de ser noticia en la Ciudad del Hudson. Los turistas de Times Square paseaban tranquilos a cualquier hora del día y de la noche por calles recónditas y perseguían las viejas sombras del crimen haciendo fotos para enseñárselas después a los amigos.

Sante, melancólico, rememoró en 2004 el Nueva York perdido consciente de que la ciudad, despersonalizada, se acabaría pareciendo en cierto modo a Atlanta o Phoenix y abrigando únicamente la esperanza de que los trenes, una vez concluida la etapa Giuliani, habían dejado de circular con puntualidad. Esa Nueva York de Brendan Behan de bares y borrachines irlandeses y la de los colegas de Luc Sante apenas se percibe ya como una foto amarillenta. Mata a tus ídolos, al igual que el consejo literario atribuido a Faulkner, es el funeral de una ciudad y contiene otras piezas de incuestionable valor de este escritor habitual de las páginas de «New York Review of Books», brillante observador de la vida contemporánea y heredero de grandes cronistas de la ciudad como A. J. Liebling o Joseph Mitchell.

Si alguien no conoce a Orson Scott Card significa que se ha perdido novelas tan brillantes como El juego de Ender, todo un hito en el tantas veces minusvalorado género de la ciencia ficción. Obra mayor de un autor con varias sagas fundamentales. Ahora llega Pathfinder, que, si bien no llega a la altura de sus mejores títulos, propone otro seductor «juego» al lector que quiera desafíos de primera categoría. El autor vuelve a mostrar su capacidad para poner a personajes bien fraguados en andamiajes sólidos, en este caso con los viajes en el tiempo como trasfondo al que prestar la debida atención: no estamos ante la enésima cabriola fantástica llena de fuegos de artificio, sino ante un planteamiento inteligente y agudo que invita a la reflexión (nada de soltar paradojas temporales sin explicarlas), arropado por un fuelle narrativo que elimina los puntos muertos e imprime un ritmo intenso a la historia, aunque también hay sitio para descripciones pormenorizadas y diálogos enrevesados que enriquecen la especial atmósfera que respira el libro.

La mezcla de fantasía y ciencia ficción hace de Pathfinder una experiencia adictiva: nos movemos del futuro al pasado para seguir los pasos del joven protagonista (Rigg), que tiene la capacidad de viajar por el tiempo a su conveniencia. Un «superpoder» ciertamente útil para un personaje que, por su corta edad, tiene una clara vocación de atrapar a los lectores más jóvenes.

El autor de El juego de Ender pulsa más la tecla de la acción para ganar espacio en ese sector, pero su marca de la casa (las neuronas no tienen descanso con él, y se mueve como pez en el agua en las trifulcas intelectuales, algo que también extiende a su vida personal, con sus controvertidas ideas políticas) sigue intacta y su novela rebosa de preguntas inquietantes y respuestas inesperadas. Novela iniciática (el aprendizaje es uno de sus puntos fuertes) y de búsqueda, con puntos de contacto con la tradición de los superhéroes empeñados en encontrar sentido a sus vidas y destinos, Pathfinder ensambla con precisión dos historias en un mismo conjunto en el que las piezas, al principio, pueden desorientar e impacientar a los lectores con prisa. Siendo como es la primera entrega de una nueva saga (esperemos que la salud del autor no la corte antes de tiempo), una parte considerable de las páginas, sobre todo en su segunda parte, está dedicada a poner los cimientos de un mundo muy personal en el que rastrear todos los secretos de la condición humana.