No es habitual en España que los historiadores académicos conmemoren su jubilación escribiendo su autobiografía profesional como ha realizado en este libro (Elogio de Historia en tiempo de Memoria, Marcial Pons, 2011) el profesor e historiador Santos Juliá, uno de los más destacados estudiosos de nuestro siglo XX. Como es sabido, Juliá cuenta en su haber con un importante bagaje historiográfico acerca de la historia del socialismo y el sindicalismo español, la República, la Guerra civil, el Franquismo, la Transición y ha sido galardonado con el premio Nacional de Historia por su libro sobre los intelectuales españoles (Historia de las dos Españas). Y ha editado, además, unas excelentes Obras Completas de Manuel Azaña, de quien es, sin duda, hasta hoy su más sólido biógrafo. A toda esa importante obra - que todavía tiene más mérito si tenemos en cuenta que nuestro historiador llegó tardía y circunstancialmente al ejercicio de su profesión- hay que añadir su importante labor de analista político y crítico.

Lo que a priori podría parecer como un libro de interés únicamente para la comunidad de historiadores (ese por cierto es su origen: una invitación de la Asociación de Historia Contemporánea al autor para exponer su experiencia profesional) Juliá lo ha convertido inteligentemente en un libro de interés general para cualquier lector que se interese por la historia e incluso por todo lo relativo al tema candente y presente de la mal denominada memoria histórica.

En efecto, a través del autoanálisis de su obra y de su práctica profesional, Juliá nos ofrece en estas páginas una sólida y bien argumentada defensa de la historia como conocimiento del pasado en estos últimos tiempos en que el posmordernismo ha pretendido sin conseguirlo desvalorizar la competencia de la historia como la más genuina de las vías de acceso al conocimiento del pasado.

Es cierto que es necesario distinguir. Nuestro historiador no se cierra a los aspectos positivos que han traído a lo largo de su vida profesional los cambios historiográficos. Considera que algunos de los paradigmas surgidos de la crisis de la historia social clásica como el de «la nueva historia cultural» no han significado sino nuevas oportunidades para poner de relieve de manera positiva algunos contenidos de estudio de la historia que ésta ya venía tratando, pero sin darles la importancia debida. Pero rechaza de plano y descalifica fundamentadamente los extremos (casi delirantes, añado yo) a que ha llegado la concepción posmoderna de la historia como mera representación, esto es, como invención o narración del historiador que nada (o poco) tiene que ver que ver con la realidad del pasado. La historia como conocimiento o interpretación objetiva del pasado es, pues, para la visión posmoderna, una entelequia. En realidad, argumentan los posmodernos, la historia, no tiene más validez que la memoria u otras formas literarias o de ficción de acceso al pasado. Cómo si las evidencias y los datos que el historiador extrae con rigor de ese pasado a través de las fuentes no se impusiesen al propio historiador. Y éste pudiese construir cualquier representación de aquél sin someterse a tales datos y evidencias. La propia práctica del oficio de historiador -como bien dice Juliá- demuestra lo mal que se compadece tal planteamiento teórico con el modo habitual con el que la mayoría de los profesionales escriben la historia

Con razón, pues, el autor niega la equiparación que defiende el posmodernismo entre historia y memoria, equiparación que está en la base de esa gran eclosión que ha tenido en los últimos tiempos todo lo relativo a la memoria histórica que Juliá, como muchos otros historiadores, valora críticamente con grandes reservas. Porque la historia es conocimiento crítico del pasado y, en cambio, la memoria histórica no es otras cosas que recuerdo del pasado con fines de presente, esto es, ideología.

Sin embargo, de este correcto planteamiento no se puede deducir inexorablemente, como hace el autor al analizar y valorar las políticas de memoria que finalmente se implementaron en España desde el Estado ya avanzada la etapa democrática, que la mejor política pública de memoria histórica es la que no existe, porque todas las memorias históricas son parciales y deformadas. Una política de memoria pública antifascista impregnada de historia sí que hubiese sido deseable y posible y no la que se terminó imponiendo y se concretó en la tibia y mal denominada Ley de Memoria histórica de 2007. Sin duda, otras políticas con medidas más contundentes con referencia a las reparaciones de las víctimas de la Dictadura se habrían tomado entonces, por parte del Estado. Y hasta Garzón se habría entonces ahorrado muchos de los disgustos que está padeciendo en los tribunales por la denuncia?, pásmense ustedes, de una organización de extrema derecha.

Del mismo modo que también parece poco consistente lo que mantiene Juliá sobre la no existencia de un pacto de silencio acerca de nuestro reciente traumático pasado, pacto que, según otros, se habría derivado del consenso con el que se llevó a cabo la Transición. Aún aceptando (no es ese mi caso, desde luego) su interpretación del mismo como una clausura del pasado, a través de la amnistía, sólo en su aspecto político y social en aras de un futuro en paz, es difícil no suponer que la clausura de aquel pasado en el ámbito político no hubiese también supuesto una significativa e importante limitación en la rememoración y conocimiento de lo que había ocurrido en durante la república, la guerra y la dictadura Lo que ha venido después me parece que es una prueba indirecta de ello.

Desde luego, este libro no es la Apología de la historia o el oficio de un historiador ni Santos Juliá es Marc Bloch. Pero, sin duda, su lectura crítica es francamente aprovechable no sólo para los practicantes de este viejo oficio, sino también para todos aquellos que amen la historia, estén metidos en las «guerras de la memoria» o simplemente quieran entender por qué sus deudos están todavía sin enterrar como es debido en las fosas o las cunetas.

No todo ha de ser gran literatura. Siempre Shakespeare cansa. «Roger Sheringham bebió un sorbo del brandy añejo que tenía delante y se arrellanó en su asiento en la cabecera de la mesa». Así comienza El caso de los bombones envenenados, de Anthony Berkeley, un novelista de la época de Agatha Christie, que ahora Lumen rescata del papel barato de las viejas novelas de quiosco y nos lo vuelve a ofrecer con el envoltorio de la literatura de verdad. Añoramos novelas así -un club inglés, un asesinato rebuscadamente artificioso, un grupo de detectives aficionados que van ofreciendo sucesivas soluciones a cual más sutil e ingeniosa- , pero pronto nos aburren como una adivinanza que dura demasiadas páginas.

Donna Leon quiere hacer algo más que entretener con sus novelas protagonizadas por el comisario Brunetti. En cada una de ellas nos da una lección de su catecismo progresista. La palabra se hizo carne -poco afortunada traducción de Beastly Things- arremete contra el maltrato animal, especialmente contra el producido por nuestra condición carnívora, y contra el dudoso control sanitario de muchos alimentos. Tras leer el capítulo 19 -la visita a un matadero descrita casi como el recorrido por uno de los círculos del infierno- es difícil no sentir el deseo de volverse inmediatamente vegetariano.

Pero el atractivo de las historias de Brunetti apenas tiene que ver con su bien intencionada denuncia de la sociedad contemporánea. Buena parte del éxito se debe al escenario en que transcurren: la ciudad de Venecia, quizá la más seductora de todas las ciudades.

Donna Leon nos invita a pasearnos por la otra Venecia, la ajena al turismo, la de los verdaderos venecianos, que es la que todos los turistas desean conocer. Su visión es pesimista: «La ciudad se degradaba cada vez más, los hoteles proliferaban y los alquileres se incrementaban, cada pulgada disponible de acera se le arrendaba al que quería vender trastos inservibles en un puesto ambulante?»

Sin entrar en descripciones minuciosas, cuida el detalle exacto en los paseos de Brunetti: no deja de señalarnos que en tal lugar, junto a la entrada porticada de la plaza de San Marcos, estuvo la librería Mondadori, ya desaparecida como casi todas las de la ciudad; que la Dogana se encuentra recién rehabilitada (Brunetti se horroriza «por lo que se exponía en su interior»); que el alargado campo de S. Margherita, que de día sigue conservando sus puestos de pescado y de verdura, de noche se convierte en un bullicioso lugar de encuentro juvenil, lo que ha hecho que algunos de sus amigos hayan tenido que buscar alojamiento en otra parte.

El comisario vive en Campo San Polo, en un apartamento con las mejores vistas sobre los tejados, los campanarios y las puestas de sol; su familia modélica es otra de las recurrencias de esta serie de novelas. La mujer, Paola, es profesora de literatura inglesa, lectora incansable de Henry James, feminista, excelente cocinera. Y junto a la familia, la otra familia, la de la comisaría, con sus personajes detestables, como el caricaturizado jefe Patta, los entrañables compañeros, y esa figura casi de cuento de hadas, que es la signorina Electra, a la que no hay secreto que se le resista si es accesible a través de Internet.

La intriga policial no suele ser en Donna Leon lo más importante; casi siempre se trata de un mero pretexto, del que el lector muchas veces acaba desentendiéndose. Atrae más el escenario, la bonhomía del protagonista, la confortable sensación que nos transmite de que en un mundo corrupto, él -y nosotros con él- se mantiene íntegro, escéptico y aparte, encontrando a pesar de todo ocasión para gozar de los buenos momentos de la vida, muchos de ellos gastronómicos.

Pero, tras de tantas novelas, la reiterada fórmula se va haciendo cada vez más evidente, e incluso el lector menos atento acaba viendo acá y allá los descosidos. En el macello de Preganziol unos directivos avariciosos obligan al veterinario a certificar como aptos para el consumo animales que no lo son: «Un ganadero de Treviso traía unas vacas; ya no recuerdo cuántas, puede que seis. Dos de ellas estaban más muertas que vivas. Una parecía que se estaba muriendo de cáncer: tenía una llaga abierta en el lomo. Ni siquiera me molesté en realizarle una revisión médica; hasta un tonto podía darse cuenta de que estaba enferma, toda piel y huesos y con la saliva chorreándole por el morro. La otra tenía diarrea viral». El lector sonríe: ¿quién va a comprar la carne de esas dos vacas, una de ellas «toda piel y huesos», por mucho que, mediante chantaje, se obligue al veterinario a darlas de paso? Mal negocio hacían esos corruptos.

La lección de ética que nos ofrece Paola -la pluscuamperfecta Paola- nos deja igualmente perplejos. Con su voto -y con el de otros dos compañeros- consigue evitar que se cometa un acto delictivo: renovarle el contrato a un profesor. No porque sea un mal profesor (uno de los que votan con ella, según ella, sí que lo es), sino porque se trata de un delincuente: «Aunque no ha delinquido en este país, que se sepa. Lo han sorprendido en Francia y Alemania robando libros, y mapas, de bibliotecas universitarias. Como tiene tan buenos contactos políticos, decidieron no presentar ningún cargo, pero su plaza de profesor en Berlín quedó cancelada». Inmediatamente consigue otra en Italia y nada menos que de «Semiótica de la ética».

No ha delinquido en este país, dice Paola, pero poco después afirma que continuó con sus robos y que ella le paró los pies. «¿Cómo?», pregunta su marido. Pues no denunciándolo, como parecería lógico, sino obligando a la biblioteca «a cambiar su política»: «Para acceder a las estanterías, cualquiera que ocupe un cargo inferior al de profesor titular debe disponer de una tarjeta. Como su contrato no es fijo, ni tiene tarjeta ni se la expedirán. De modo que, si quiere consultar un libro, debe pedirlo en el mostrador principal, y después de realizada la consulta, los bibliotecarios lo retienen allí mientras comprueban el estado del libro».

Parece que Donna Leon, que tan bien conoce las calles de Venecia, conoce un poco peor otros aspectos de la sociedad que tan encomiablemente intenta mejorar.

Mezclar lo útil con lo agradable, según la fórmula horaciana, parece ser la fórmula de la novela negra contemporánea: entretener no basta, hay además que indignarse y denunciar. Otra forma de entretener, en la mayoría de los casos. Y de confortar la buena conciencia de lectores no demasiado exigentes.

Llegan noticias contradictorias en relación a la Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias (OSPA) que, espero, no sean más que pequeños sobresaltos y no la confirmación de una situación que puede ser muy delicada, cuestionando la viabilidad de un proceso orquestal que ha sido modélico desde su creación pese a los numerosos obstáculos que ha tenido que sortear, precisamente, por falta de definición política.

Conviene aclarar determinados conceptos, especialmente en estos tiempos difíciles que se pueden tomar como excusa para ejecutar decisiones que pueden tener enorme gravedad a corto y medio plazo. La OSPA es el eje medular de la cultura musical asturiana, como el Museo de Bellas Artes lo es en su ámbito o la red de bibliotecas en el suyo. Quiero con esto decir que el sostenimiento de una orquesta sinfónica está en el mismo grado de exigencia que otros sectores culturales. La OSPA es esencial dentro y fuera del Principado. En casa sirve a la sociedad que la sustenta a través de temporadas de abono y otras iniciativas que llevan la música a la ciudadanía pero es que, además, es un ariete en la exportación cultural del Principado. El reciente concierto del Vaticano creo que es buen ejemplo al respecto de lo que estoy diciendo. En muy pocos sectores puede Asturias salir fuera y ser competitiva a primer nivel. Repito, en muy pocos. Todo en la OSPA se ha venido gestionando con rigor (basta comprobar los presupuestos de otras orquestas regionales españolas con la del Principado para sacar conclusiones clarificadoras al respecto). Lógicamente ahora toca apretarse el cinturón, pero una cosa es ajustar y otra ahogar, asfixiar a la formación con un recorte salvaje que puede poner en entredicho hasta la programación de abono. Esto ya supone ir demasiado lejos. De hecho esas noticias recientemente publicadas han sembrado de inquietud a los músicos y también a muchos de los seguidores de la orquesta. Tras el concierto del Vaticano los músicos asistieron esperanzados a unas palabras del presidente del Principado, pero la voluntad política está en los discursos y también en el presupuesto. Si hay palabra y no dinero, lo que queda es demagogia.

La orquesta, además, acaba de finalizar un proceso de elección de titular que es esencial culminar con urgencia. Indudablemente se debe hacer un esfuerzo en la contratación de un maestro que haga crecer a la formación y la lleve a nuevos horizontes artísticos. El desarrollo del mismo ha sido impecable, hasta el punto de que otras orquestas españolas se han interesado con el fin de incorporarlo a sus pautas de selección. Es una muestra más del buen criterio con el que se hacen las cosas en la orquesta. Una demora excesiva cuando la decisión técnica ya está cerrada y las ideas son claras y unánimes al respecto sería la mayor agresión que podría sufrir la orquesta y puede dejarla en un grado de precariedad preocupante. Las decisiones deben tomarse con rapidez, a corto plazo, y siempre velando por los intereses de la OSPA con una mirada lo más ambiciosa posible desde el punto de vista artístico.

Nestes últimes décades, el cuentu n'asturianu ocupa un llugar de privilexu tanto pola cantidá (frente al escasu númberu que conocemos anterior al Surdimientu) como pola calidá. Pue dicise que ye'l xéneru que meyor ta faciendo'l retratu d'esta sociedá, quiciabes porque la novela tovía nun llogró'l desarrollu que s'esperaba. La variedá de cuentos permite estremar yá xéneros y autores, y dende llueu puen dase nomes de toa solvencia. Ente los cuentistes qu'a min más me presten ta Pablo Antón Marín Estrada, con esi apunte certeru que fai de les cuenques mineres asturianes, o Milio Rodríguez Cueto y la observación atenta del mundu que lu arrodia, nel que siempre atopa un motivu de refexión orixinal. Pero hai munchos más nomes, de Miguel Rojo a Xuan Bello, de Paquita Suárez Coalla a Francisco Álvarez, de Xandru Fernández al mui lliterariu Sánchez Vicente, pasando por Montserrat Garnacho, Carlos Rubiera, Pablo X. Suárez, Xabiero Cayarga, Xulio Viejo, Adolfo Camilo Díaz o Quique Faes, por citar namás los que se me vienen agora a la cabeza.

Quiciabes por eso, pol importante desarrollu que llogró la narrativa breve asturiana nestos años, la FNAC decidió convocar un premiu de relatu curtiu n'asturianu, una sorprendente y agradable novedá, sobre too teniendo en cuenta que nun fexo la más habitual convocatoria pal castellanu. La idea yera celebrar el décimu aniversariu de la so presencia n'Asturies. El breve cuentu ganador, «La vuelta», de David Fernández (Candás, 1981), coedítalu con Suburbia Ediciones como llibru. Del ganador conocemos dalgún otru cuentu estimable, pero sobre too un llibru bien interesante, escritu xunto col so hermanu Xurde y ilustráu por Francisco Pimiango, Antón quería ser porteru.

Si tomamos en consideración aquella sentencia puxilística de Cortázar, de que la novela gana por puntos onde'l cuentu tien que ganar por ko, «La vuelta» de Fernández parez un relatu empeñáu en sumar puntinos en vez de buscar golpes directos. Cuenta en primer persona la historia d'un rapaz que quier conocer mundu, y entama'l viaxe de la vida marchando d'Asturies a Barcelona ¡en Talgo! Nun pasa d'esta ciudá, onde topa un trabayu temporal, una pensión na que s'entiende cola ama, dalguna insatisfacción vital, una novia de puticlub cola que casa y a la que maten, buscando darréu la manera de vengase de los asesinos. Si pensamos que too esto ta escrito, con cierto desaliño, n'once páxines, parez que tamos más delantre'l borrador d'una novela negra que d'un cuentu. L'autor pasa cásique de dides sobre'l protagonista, que ye'l filu conductor de la historia, mientres que'l restu de los personaxes entra y sal del relatu ensin dexar malapenes posu.