Todo lo que se le puede exigir a un autor es mantener o haber mantenido una obra interesante, sin embargo, algunos deciden ofrecer un extra y hacen de su biografía una apasionante novela. Ambrose Bierce (1842-1913) fue un autor con un estilo genuino, mordaz, con un gran -y negro- sentido del humor, al que sin duda merece la pena leer, pero las extrañas circunstancias de su vida hacen de él, además de un gran escritor, todo un personaje: Hijo de un matrimonio de puritanos calvinistas era el menor de 13 hermanos, uno de los cuales se hizo forzudo de feria y otra acabó devorada por los caníbales en África. Parece que Ambrose odió intensamente a toda esa extensa familia -a excepción de su hermano Albert-, empezando por los padres, así que, en cierto modo, El club de los parricidas no es más que la expresión jocosa de ese odio a través de un puñado de armoniosos y macabros cuentos que convierten en arte la necesidad freudiana de matar al padre y, si se tercia, también a la madre y algún otro miembro de la familia.

El protagonista de uno de ellos, «Un incendio imperfecto», se dedica a perpetrar robos junto a su progenitor hasta que, durante el reparto de un botín, tienen una desavenencia por cuenta de una caja de música y el hijo decide «expulsar al anciano de este valle de lágrimas». Después de hacerlo siente una pizca de inquietud «porque no sólo era mi padre, el responsable de mi existencia, sino que además era fácil que su cadáver fuera descubierto. Era ya pleno día y mi madre podía entrar en la biblioteca en cualquier momento. Teniendo en cuenta las circunstancias consideré que lo más sensato era acabar también con ella, algo que hice. A continuación pagué a todos los criados y los despedí».

Bierce prestó servicio en el ejército de la Unión durante la Guerra de Secesión y protagonizó una expedición por territorios indios, se enroló en el ejército y lo dejó, se casó, se hizo periodista y escribió para los diarios de William Randolph Hearst, tuvo hijos, vivió en Londres y finalmente se separó de su mujer. Casi al final de su vida escribió El diccionario del diablo, su obra más famosa, en la que definió «parricidio» como «golpe de gracia filial por el que uno se ve liberado de los irritantes tormentos de la paternidad».

Sarcasmo e ironía transpiran los cinco cuentos que reunió en El club de los parricidas: «Fui arrestado de inmediato y puesto en prisión, donde pasé una incómoda noche en la que no pude pegar ojo por culpa de mis compañeros de calabozo, dos clérigos que, gracias a su gran formación teológica, eran capaces de elaborar un montón de razonamientos impíos y de blasfemar usando un lenguaje irreproducible», nos dice John Brenwalter, protagonista de «Una tumba sin fondo».

En 1913, Ambrose Bierce era un septuagenario que echaba de menos una vida de viajes y aventuras, así que salió de Washington y se encaminó hacia el sur. En diciembre de ese año cruzó a México por El Paso y en Ciudad Juárez se unió como observador al ejército revolucionario de Pancho Villa. Nunca se volvió a saber de él.

Vale que la peli de El gato con botas, tan justiciero y tan espadachín él, puede entretener a los niños, pero hay que poner algunas cosas en claro. El auténtico Gato con botas no era ningún mandoblero ni, por supuesto, tenía nada que ver con Shrek -aunque sí era comeogros- ni con Humpty Dumpty ni con habichuelas mágicas.

Lejos de ser un fuera de la ley, el gato con botas que recogió Charles Perrault (1628-1703) de la tradición era un individuo perfectamente integrado en el sistema, hasta el punto de ser capaz de idear todo tipo de tretas para que su amo, el tercer hijo de un molinero, que apenas mueve un dedo en toda la historia, fuera tomado por un marqués, el de Carabás, y llegase a casarse con la hija del rey. La edición de Nórdica se enriquece con unas expresionistas ilustraciones de Javier Zabala y se ofrece en edición bilingüe para los amantes de la versión original.

La desaparición de la URSS en 1991 propició el resurgir en términos geopolíticos del concepto de Eurasia, relegado para entonces a categorías puramente geográficas. Todo viene, aseguran los autores, de las facilidades que la desaparición del «imperio rojo» introdujo para las relaciones entre Extremo Oriente y Europa, y de la apertura de un nuevo espacio estratégico al desgajarse de la Unión Soviética los cinco «tanes» de Asia Central.

Un conjunto de investigadores analiza el fenómeno en torno a cuatro grandes ejes: los antecedentes representados por la revolución iraní y la guerra de Afganistán; la creación de un nuevo espacio en Asia Central; las consecuencias del 11-S en Afganistán y Pakistán, y la evolución del Cáucaso, Israel, Kirguizia y los territorios kurdos. Información detallada y precisa en la que sólo se echa de menos una síntesis introductoria que enlace las piezas.

Las recientes desgracias marítimas, que tanto miedo están transmitiendo a las gentes con solo recordar que la mar es la mar y ojito con ella, me encuentran sumido en el largo disfrute de un libro excepcional que me acaban de regalar, de lo que antes se llamaba «un libro de santos», pero que no solo es mucho más que eso sino que ni siquiera es estrictamente eso. Casi cuatrocientas láminas (óleos, fotos, grabados, dibujos, acuarelas, mapas...) acompañadas de un breve texto, entre 20 y 25 líneas, sirven para contarnos la inmensa aventura que supuso, ha supuesto y está suponiendo para los humanos el navegar, el ir más allá sobre una superficie tan inestable como hermosa, caprichosa pero justiciera, imponente y doméstica, mudable si no eterna. Creo que embarcarse en esta historia de los barcos y en estas historias de los barcos reales o creados por y para la ficción (desde el Arca de Noé hasta el portaviones de clase Queen Elizabeth CVF 2010), sumándole la lectura de El espejo del mar de Joseph Conrad, dará cabal idea sobre qué es el afán por cruzar mares para llegar a puerto: o sea, sobre la mayor alegoría de la vida.

Estoy evitando escribir «la lectura» de este libro porque, si bien los textos que acompañan a las imágenes son excelentes (una muestra clamorosa de cómo con menos de 500 palabras se pueden decir las cosas necesarias, un ejemplo para cualquier taller de escritura), resulta conveniente ver, mirar, y observar cada una de las reproducciones antes incluso de leer el texto. Así, practicaremos los sentidos de la vista y de la atención al detalle (otro sentido, no me digan que no) y, luego, lo confrontaremos con las explicaciones que una docena de expertos de verdad, pero de verdad verdad, nos aportan. Baste saber que Andrew Lambert, el coordinador de tantos peritos, es catedrático de Historia Naval del King's College, nada menos (y baste añadir que su nacionalidad, eso sí, escora de tal manera la historia de los barcos hacia el costado de las hazañas británicas que un poquito de ecuanimidad naval no sobraría: defecto, también, imposible de evitar en los nativos de aquellas tierras, más cuando de hablar de la mar se trata). De modo que se cuentan en Barcos. Su historia a través del arte y la fotografía los grandes naufragios, cómo no, bien en guerra, bien en paz: el Gustloff, con más de 9.000 muertos, el Yamato: unos 2.500, del Bismarck: más de 2.000, el Titanic: 1.500, el Lusitania: 1.198, del Royal Oak: cerca de 800... pero asimismo catástrofes espeluznantes menos por el número de fallecidos que por el horror que produjeron: el Medusa o el Batavia... Pero, sobre todo, los grandes éxitos o los memorables buques: las carabelas españolas, el HMS Victory, la nave Argos de Jasón, el Endeavour, el Beagle del capitán FitzRoy (y Darwin), el Victoria de Magallanes y Elcano, el galeón Golden Hinde de Drake, los grandes navíos de línea de primera clase como el HMS Duke of Wellington o el Santísima Trinidad, el pintoresco velero y vapor de paletas Savannah, el Bounty del famoso motín, el clíper Cutty Sark... o el Nautilus y el Pequod y tantos otros barcos de ficción.

Y bastaría para justificar el tener entre manos este libro la contemplación del alucinante cuadro de Schelty sobre las labores de rescate del Thetis, o «El mar polar» de Friedrich (haciendo caso omiso de su indudable pomposidad), o «La emoción de la despedida» de Henry Nelson O'Neill: bastaría y sobraría sólo con esos Turner, canela fina, delicia pura: con ese Minotauro de la página 106, con el cuadro más cuadro de los cuadros de la mar (a pesar de o precisamente por sus errores náuticos), es decir, con el Temerario camino del desguace, que no hay vez que el arriba firmante vea y no se le vengan las mayores congojas, nostalgias y entusiasmos.

Vayan tomando posiciones por si la primavera o el verano se ponen calientes, algo nada descartable teniendo en cuenta los beneficios que un conflicto en torno a Irán reportaría al sector petrolero.

Acaba de editarse en bolsillo la novela Quién mató al ayatolá Kanuni, así sin interrogaciones, que se sirve de la investigación de un crimen para introducirse en las intrigas del poder en el Irán de 2005 y en los meandros de la sociedad alumbrada por el régimen de los ayatolás.

2005 fue el año en el que ganó por sorpresa las elecciones un tipo feo y pendenciero llamado Ahmadineyad, cortando en seco todo el proceso reformista que tímidamente se había venido abriendo paso desde mediados de la década de 1990. Como recordarán, Ahmadineyad reanudó el programa nuclear iraní. Y brindó una magnífica oportunidad a los amantes de las guerras.

Se reedita y traduce al español Blanco White: Self-Banished Spaniard (1989), del profesor inglés Martin Murphy, clásico de las biografías del sevillano que se presenta ahora bajo el título El ensueño de la razón. La vida de Blanco White. Sorprende su vigencia veintidós años después de publicado y de las numerosas contribuciones que, como la tesis doctoral de André Pons, editada por el Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII en tres libros (2002, 2006 y 2010), han engrosado la comprensión de la figura de José María Blanco White (1775-1841), el controvertido clérigo e ideólogo ilustrado, autoexiliado a Inglaterra en 1810, refractario a la realidad española como a toda ortodoxia, renegado sucesivo del catolicismo, el anglicanismo y el unitarismo.

Tras la recuperación de Blanco White durante el tardofranquismo, gracias a la labor erudita de Vicente Lloréns o a la divulgativa de Juan Goytisolo, la obra de Murphy es un eslabón imprescindible a la hora de revertir la leyenda negra del autor de «Letters from Spain», esbozada en su época, instituida por Menéndez Pelayo y continuada por el franquismo. Pero cuando se publicó esta biografía la mistificación era ya de signo opuesto, con Blanco como santo de la heterodoxia hispánica. Por eso, es mérito de esta obra aquilatar las contradicciones propias que hacen de ésta una figura siempre discutible; inasequible a todo retrato que no sea el anti-absolutista o el anti-jacobino.

No extraña la vigencia de este libro si consideramos no sólo su rigor, sino su género. No se limita al ensayo académico sino que se lee y se disfruta como una biografía «al británico modo», un género prácticamente intonso en nuestra tradición. Murphy no se dirige sólo al especialista sino a un lector medio interesado en los avatares vitales de Blanco White, sin desdeñar por eso el núcleo de su pensamiento.

Son dos los valores del libro que recomiendan esta reedición. Por un lado, el modo en que el autor hace que el factualismo propio de la biografía ceda terreno a la explicación idealista. Así, para la leyenda negra de Blanco se minimizó a toda costa la importancia de la ideología en el cambiante devenir del personaje, sometiéndolo al partidismo o a los intereses más espurios. Como se hizo al explicar su salida a Inglaterra como una huida por problemas de faldas y una paternidad no asumida (aunque los hechos demuestran lo contrario respecto a su hijo natural, Ferdinand); o al justificar sus argumentos antiespañoles como parte de sus servicios al Foreign Office. En cambio, Murphy convence al presentar a Blanco razonando, a menudo para su desgracia, en el cándido laboratorio de las ideas y credos químicamente puros.

Por otro lado, la perspectiva británica del biógrafo descubre a un Juan Sintierra más White que Blanco. El lector español encontrará al reverendo Joseph White menos conocido por nuestra historiografía, centrada en el político o el literato en la encrucijada española de 1808 antes que en el teólogo que se confirma en Inglaterra o Irlanda. Murphy saca partido de su dominio del contexto que remite a esta etapa y a la condición de teólogo como vértice axial del autor, antes que a su carácter de ideólogo. Así, dedica los mejores capítulos a su relación con los anglicanos liberales de Oxford, a quienes desconcertará por su imprevisto beneplácito hacia las pretensiones católicas en Irlanda; o con los unitarios de Liverpool, a quienes volverá a descolocar con una última abjuración, cuando, ahondando en su protestantismo racionalista, el viejo antipapista tiente de nuevo la religión romana. Toda una vida que fue su obra.

Si es la primera vez que el lector se enfrenta con un texto de Lem (1921-2006) es muy probable que, tras leer las páginas iniciales de La investigación, se crea en la antesala de una historia de zombies o de ladrones de cuerpos, sádicos o bromistas. Eso sí, desde las primeras líneas del volumen, en el que por primera vez se traduce la obra directamente del polaco, se dará cuenta de que la voz narradora tiene la potencia que sólo conocen los grandes.

Pero, con todo, el lector se equivocaría de medio a medio, porque Lem, un individuo de cultura enciclopédica y descomunal inteligencia, dota de nervadura científica y a la vez metafísica todo aquello que toca. De manera que, a medida que avance junto al teniente Gregory en la investigación de los extraños sucesos que agitan Londres, se dará cuenta de que cada nuevo dato vuelve más difusos los contornos de los hechos. Sencillamente magistral.