Quizá su padre John le dijese alguna vez cuando lo llevaba de excursión a Higham y pasaban ante una hermosa casa de dos plantas y ático, la Gad's Hill Place: «Hijo mío, si te esfuerzas y trabajas duro, algún esta casa será tuya». El padre de Charles Dickens era un tanto fantasioso, fanfarrón, propenso a endeudarse y tocado sin duda por un optimismo tan continuo como inexplicable. Pero acertó entonces: su hijo se esforzó y trabajó tan duro que el agotamiento prematuro le llevó a la tumba en 1870, a los 58 años de edad. Pero la muerte vino a buscarle a Gad's Hill Place, su casa de campo, su casa mortuoria, famoso en vida como ningún otro escritor británico, rico, tan comunicado con su legión de lectores que de vivir hoy serían todas sus ocurrencias «trending topics» en «twitter» y tendría más amigos que nadie en «facebook» y quién sabe si entre la adolescencia de «tuenti». Un caso de escritor que ya nunca más, me temo, se dará, un fin de raza.

Sin embargo, tengo para mí que nunca su mente salió de la fábrica de betún donde su madre lo obligó a trabajar, pegando las etiquetas en los botes, cuando era niño. En casa no entraba dinero alguno y papá John estaba en la cárcel por deudas, en la tan peculiar prisión de Marshalsea, donde los reos convivían con sus propias familias. De modo que nada de escuela, apenas, y a arrimar el hombro desde la fábrica de betunes. No era aquel lugar el paraíso soñado para una infancia feliz (jornadas esclavistas, embrutencimiento ambiente, poca soldada...), pero tampoco una labor ajena a miles y miles de chavales londinenses de clase humilde, pobre o con un padre de familia irresponsable. Charles Dickens la vivió, no obstante, como la mayor de las humillaciones, algo de lo que nunca quiso hablar por extenso, que rehuía comentar si no fuese en sus novelas, tubo de escape de aquella frustración colosal. Nunca se quitó de encima lo que consideraba un estigma insoportable, aquel trabajo entre olores imposibles, casi a oscuras, rodeado por una fauna humana que, paradoja al fin, serviría de fuente torrencial de «tipos» de esos personajes tan característicos que llevarían a su creador a la cumbre: Darnay (el héroe honoroble, valiente, arrojado), Scrooge (el amargado), Fagin (el ladrón miserable), Micawber (el hombre que vive al día: un trasunto claro de John Dickens), Miss Havisham (la novia abandonada), la señora Gamp (la enfermera borrachina), Pecksniff (el hipócrita), Wackford Squeers, (el cruel director de escuela)... o los niños, los niños que abarrotan sus novelas: la pequeña Nelly (cuya muerte literaria provocó una conmoción nacional), Oliver Twist, David Copperfield...

Y es que, aun habiendo trabajado de pasante y cronista parlamentario, la fama le llegó pronto como escritor, tanto que con solo 30 años ya había ido vendiendo en forma de folletín, en forma de novela por entregas, millares de Papeles póstumos del Club Pickwick, de Oliver Twist y de La tienda de antigüedades, entre otras, y terminaba su Cuento de Navidad. Es decir, un puñado de obras que justifican de por sí una carrera literaria.

Eso le permitía lucir su tipo, sus chalecos (sobre todo: sus chalecos estampados, chillones, clamorosos), sus alfileres de plata, sus anillos, su nada torpe ni barata vestimenta, lucir su aire de hombre amenísimo, un poco mago, un poco payaso en las fiestas finas o familiares, muy faldero. Todo lo posible por alejarse de aquel olor a betún. Escribía sin parar, dos, tres libros simultáneos, capaz de no perder concentración por ello, como acostumbraba cierta actriz de la compañía de Sarah Bernhardt quien, alarmada por la jarana que se corría entre bastidores, no tuvo empacho en abandonar unos instantes su papel trágico para dirigirse a los alborotadores con un concluyente «¡Dejad de armar esa maldita bulla, piojosos cabrones!» y volver enseguida a su rol de actriz presa del más cruel destino. Así, durante sus 30 y 40, alumbró David Copperfield, Casa desolada, Historia de dos ciudades y Grandes esperanzas, pendiente siempre de los gustos del público, cambiando tramas si perdía el favor periódico de sus lectores, añadiendo personajes, quitándose a otros de encima: un profesional de la escritura. Un profesional de mediana estatura, guapo, que se perdía por ofrecer lecturas públicas de sus obras, haciendo así de actor y obteniendo éxitos inenarrables en su país y en los Estados Unidos (aquí, también disgustos: léase al respecto la divertida novela de Matthew Pearl titulada El último Dickens). No podía parar de escribir, de actuar, de amasar dinero que le alejase de aquella infancia que tanto detestaba, cuando se veía obligado a ocuparse de las cosas de casa, con el padre tan ausente, bajo la mirada de una mamá que, a su entender, nunca le quiso. Charles Dickens sí quiso y consintió mucho a los diez suyos (sobre todo al tarambana de Sidney). Pero nunca pudo frenar su ritmo de trabajo ni su enorme talento para dejar, al final de cada entrega de sus novelas, esas frases tan promisorias tipo «no sabía que aquella felicidad duraría poco», «quién le iba a decir que sería aquella la últma vez que se viesen», «lejos estaban de imaginarse lo que iba a suceder muy pronto»... para que los consumidores de aquellas mezcla de crítica social, de personajes tan identificables, queridos u odiados, de aquel monumento inabarcable de la sociedad victoriana, no dejasen de acudir a la cita con el siguiente capítulo.

Nunca ya se dará un novelista total en sus propósitos y en sus logros como fue Charles Dickens, con tanto favor y predicamento públicos. El próximo martes se cumplirán los 200 años de su nacimiento, con todas las trompetas británicas y del mundo mundial tronando en alabanzas (y añoranzas) dickensianas. Propongo una íntima celebración (la que haré mía): unas cuantas páginas de su primera novela, de esas aventuras de los hombres de Pickwick, y un relato tan espléndido como poco conocido: «El guardavías», horror puro de fantasmas. Y un enorme respeto.