Eso le permitía lucir su tipo, sus chalecos (sobre todo: sus chalecos estampados, chillones, clamorosos), sus alfileres de plata, sus anillos, su nada torpe ni barata vestimenta, lucir su aire de hombre amenísimo, un poco mago, un poco payaso en las fiestas finas o familiares, muy faldero. Todo lo posible por alejarse de aquel olor a betún. Escribía sin parar, dos, tres libros simultáneos, capaz de no perder concentración por ello, como acostumbraba cierta actriz de la compañía de Sarah Bernhardt quien, alarmada por la jarana que se corría entre bastidores, no tuvo empacho en abandonar unos instantes su papel trágico para dirigirse a los alborotadores con un concluyente «¡Dejad de armar esa maldita bulla, piojosos cabrones!» y volver enseguida a su rol de actriz presa del más cruel destino. Así, durante sus 30 y 40, alumbró David Copperfield, Casa desolada, Historia de dos ciudades y Grandes esperanzas, pendiente siempre de los gustos del público, cambiando tramas si perdía el favor periódico de sus lectores, añadiendo personajes, quitándose a otros de encima: un profesional de la escritura. Un profesional de mediana estatura, guapo, que se perdía por ofrecer lecturas públicas de sus obras, haciendo así de actor y obteniendo éxitos inenarrables en su país y en los Estados Unidos (aquí, también disgustos: léase al respecto la divertida novela de Matthew Pearl titulada El último Dickens). No podía parar de escribir, de actuar, de amasar dinero que le alejase de aquella infancia que tanto detestaba, cuando se veía obligado a ocuparse de las cosas de casa, con el padre tan ausente, bajo la mirada de una mamá que, a su entender, nunca le quiso. Charles Dickens sí quiso y consintió mucho a los diez suyos (sobre todo al tarambana de Sidney). Pero nunca pudo frenar su ritmo de trabajo ni su enorme talento para dejar, al final de cada entrega de sus novelas, esas frases tan promisorias tipo «no sabía que aquella felicidad duraría poco», «quién le iba a decir que sería aquella la últma vez que se viesen», «lejos estaban de imaginarse lo que iba a suceder muy pronto»... para que los consumidores de aquellas mezcla de crítica social, de personajes tan identificables, queridos u odiados, de aquel monumento inabarcable de la sociedad victoriana, no dejasen de acudir a la cita con el siguiente capítulo.

Nunca ya se dará un novelista total en sus propósitos y en sus logros como fue Charles Dickens, con tanto favor y predicamento públicos. El próximo martes se cumplirán los 200 años de su nacimiento, con todas las trompetas británicas y del mundo mundial tronando en alabanzas (y añoranzas) dickensianas. Propongo una íntima celebración (la que haré mía): unas cuantas páginas de su primera novela, de esas aventuras de los hombres de Pickwick, y un relato tan espléndido como poco conocido: «El guardavías», horror puro de fantasmas. Y un enorme respeto.

La Inglaterra victoriana

Un cruce de vidas y peripecias con las que se traza un cuadro muy ajustado de la Inglaterra de la revolución industrial.

Si Charles Dickens fuese inmortal como sus novelas, cumpliría el próximo 7 de febrero doscientos años. Al igual que Jacob Marley, de Canción de Navidad, está tan muerto como un clavo pero su literatura se mantiene más viva que nunca. Por ahí fuera hay adaptados al presente malvados como Orlick, personajes como Sykes y Jaggers, empresarios codiciosos, abogados oportunistas; niños que padecen como Oliver Twist; angustias familiares, tensiones, miserias y alegrías. El pufista Micawber (inspirado en el padre del escritor), Pocket, el patriarca; el Grandgrind de Tiempos difíciles y el oficinista Wemmick han cambiado muy poco desde entonces, quizás porque en el fondo los humanos tampoco lo hemos hecho de manera significativa.

Se conmemora Dickens. En 2011 se publicaron hasta cuatro libros de ficción basados en la vida del genial autor de David Copperfield y Pickwick, símbolo de la era victoriana y uno de los grandes narradores de todos los tiempos. La serie de la BBC Little Dorrit, basada en La pequeña Dorrit, una de sus novelas más queridas, que recientemente ha editado Alba con la cuidada traducción al español de Ismael Attrache y Carmen Francí, fue nominada a cinco premios Bafta en el Reino Unido y obtuvo 11 Emmy en Estados Unidos. Periódicos y revistas se han esforzado en publicar historias sobre la coincidencia del bicentenario del escritor que mejor reflejó las miserias de una época y la actual crisis económica mundial.

Uno de sus biógrafos, Peter Ackroyd, autor de El observador solitario (Edhasa), cuenta cómo Charles Dickens nació en el año de la victoria y de las estrecheces, y que vino al mundo llorando en el exiguo dormitorio del piso superior de una modesta casa de un barrio de Porsmouth, donde su padre, John Dickens, estaba empleado en la Pagaduría de la Armada. Su madre, hay quienes lo aseguran, había asistido a un baile esa misma velada, pero el propio Ackroyd cree, al no haber constancia de que se celebrase ninguno esa noche, que se trata de una de tantas anécdotas apócrifas que circularon sobre la vida del autor. Nació, eso sí, un viernes como Copperfield y se desconoce si al igual que él lo hizo antes de la medianoche con la subida de la marea, lo que podría explicar, según su biógrafo, esa extraña obsesión por adornar sus personajes con rasgos personales.

Se ha contado muchas veces que Dostoievski, tras una supuesta reunión con Charles Dickens en 1862 -también se habla de una carta-, recordó que el novelista británico le había dicho que habría querido ser toda la gente buena sencilla de sus novelas, incluso un necio como Barnaby Rudge, pero que, más bien, dentro de él lo que encontraba era a sus villanos. «Había dos personas en él» -me confesó- la de los buenos sentimientos y la de los malos. Y explicó que valiéndose de la primera intentaba vivir su vida y que, gracias a la segunda, creaba sus personajes». «Sólo dos personas?», preguntó Dostoievski.

La capacidad de Dickens para proyectar aspectos de sí mismo en decenas de personajes prestados, junto con su mirada curiosa de reportero y su inquieta imaginación dieron como resultado un mundo ficticio tan poblado como el de Shakespeare y algunas de las novelas más entrañables de la literatura inglesa. Su figura a partir de una infancia desdichada, la experiencia de Marshalsea y la fábrica de betún Warren, toma distintas direcciones hasta hacerse algo inalcanzable para sus biógrafos. «Todo el mundo tiene su propia versión de él», escribió Claire Tomalin en su libro Charles Dickens: A Life. Están el niño víctima, el joven ambicioso irreprimible, el reportero, el trabajador indesmayable, el incansable caminante, el radical, el protector de los huérfanos y de los humillados, el hombre de las buenas obras, el republicano? Pero también el que odia y ama a América, el mago, el viajero, el satírico, el surrealista, el hijo enojado, el buen amigo, el mal marido, el pendenciero, el sentimental, el amante secreto y el padre desesperado. Todo ello en un mismo ser. El académico Robert Douglas-Fairhurst, autor de Becoming Dickens, ha ido más allá al escribir que el intento de ser preciso con la figura del novelista equivale a «apoyar un pulgar sobre una gota de mercurio», mientras que Ackroyd, mucho más literario, redujo su definición sobre el autor a la esencia extraña del hombre.

Aunque el material de sus sueños y sus personajes haya trascendido en el tiempo, Dickens, el hombre y el escritor, no se entiende sin la época y el lugar donde le tocó vivir. En ella supo lo que era la desdicha, la fortuna y la gloria literaria. En el país donde la revolución no tuvo lugar la diferencia entre ricos y pobres se había agrandado hasta límites insospechados. La industrialización había marcado un abismo entre el trabajo y el capital, y la mano de obra quedó totalmente desprotegida ante los empresarios que arrastrados por la competencia renovaban continuamente la maquinaria, recortando los salarios hasta el mínimo, imponiendo multas y obligando a los trabajadores a jornadas laborales extenuantes en trabajos infrahumanos. Las familias obreras no podían alimentarse con el salario del padre, las mujeres y los niños se veían obligados a trabajar aún con sueldos mucho más bajos, en unas condiciones higiénicas deplorables. Eran tiempos duros y, también, de grandes esperanzas para el huérfano Pip; se sucedían los mejores días y también los peores.

En el período comprendido entre las guerras napoleónicas y la coronación de la Reina Victoria, el Londres que nos describe Boz, seudónimo con el que Dickens firmaba sus artículos, era más que el mundo cubierto de niebla, una ciudad pobre pero digna de apariencia, plagada de oficinistas, panaderos cubiertos de hollín y sacristanes resfriados. Se estaba convirtiendo en la gran metrópoli del planeta, como cuenta A. N. Wilson en su imprescindible semblanza urbana de la capital del Támesis. Su población crecía por encima de cualquier previsión: de los 865.000 habitantes que tenía a principios del siglo XIX aumentó a un millón y medio. Lo que no se llevaba el hambre, iba al otro barrio por culpa de la insalubridad que se respiraba en las calles: el río era, como lo describió el propio Disraeli, «una charca estigia con horrorres indescriptibles e insoportables». De ahí surge el elenco dickensiano: sacabultos del río, ladrones de cadáveres, deshollinadores, pescaderos, pasantes de bufete ávidos por medrar o por salvarse de la humillación cotidiana, bedeles, propietarias de casas de huéspedes y de burdeles, niños harapientos que parecen ratas atemorizadas, etcétera.

En sus sketches, Boz relata esa vida, producto de patear las calles de Londres por el día y por la noche, como el febril y desquiciado maestro de Our mutual friend (Nuestro común amigo), con la libreta en la mano, sin perder detalle. Scotland Yard, la prisión de Newgate, los Vauxhall Gardens, el «espléndido» anfiteatro Ashley; Wapping Workhouse, «horrible edificio de moda»; Greenwich Fair, «una fiebre de tres días que hiela la sangre los seis meses siguientes»; los gin shops de Saint Giles, Holborn y Covent Garden, «la suciedad de las grandes arterias es mayor que la de cualquier otro lugar de la ciudad».

Londres aterraba por su miseria y a la vez era la ciudad más poderosa; a ella y a Dickens se debe el más maravilloso retrato de la humanidad del siglo XIX.