Bienvenidos a Yorkshire, la tierra del Destripador, donde la Policía hace lo que quiere y las niñas desaparecen sin dejar rastro en medio de una pesadilla interminable: el infierno. No hay esperanza para Gran Bretaña en 1983, año del Señor.

Después de una década de revueltas mineras con Heath en el poder, Margaret Thatcher está a punto de ser elegida por segunda vez en un contexto poético oscuro de cisnes degollados, música deprimente, la constante lluvia y el viento, perros callejeros que ladran toda la noche, olor rancio que dura todo el día, comida a medio cocer y té tibio, trenes que nunca llegarán a tiempo a lugares que son iguales, es decir, la misma porquería.

Basura en las calles y podredumbre en las comisarías, películas en la oscuridad, cerveza para anestesiar el miedo, la televisión y el Gobierno, la cháchara de Sue Lawley en la BBC, Two Sevens Clash por Culture, las Malvinas, los meneos de Cecil Parkinson y Sara Keays, el National Front, la esvástica y la soga que cuelga amenazante sobre la puerta, la mierda agolpada en el buzón de correo y el ladrillo contra el cristal de la ventana. Llamadas anónimas y sucias, respiración pesada y el tono del dial del teléfono al marcar un número, el dolor, la mentira, la soledad y la fealdad, la estupidez y la brutalidad, la crueldad infinita como rutina...

Esto es el oeste de Yorkshire. Blenheim Road, St. John's, Wakefield, «grandes árboles con corazones tallados en la corteza que ya están perdiendo sus hojas en julio y grandes casas con sus corazones atravesados por apartamentos descoloridos de tuberías averiadas». Una atmósfera de mil demonios. Después de leer las cuatro novelas de Red Riding Quartet del británico David Peace (Osset, 1967) cuesta poco llegar a la conclusión de que lo mejor de todo es esa atmósfera obsesiva. Por encima de la historia están las palabras que se mascan, los párrafos repetidos como si se tratase de un mantra o una canción de reggae de esas radios que se encienden con violencia y se apagan para dejar paso únicamente al silbido del kettle cuando hierve el agua.

En 1983, cuarta entrega de Red Riding que ahora edita Alba, Peace llega a una asombrosa conclusión sobre las tres primeras novelas. Para ello se sirve de un oscuro estudio de la justicia pervertida, la venganza y la decadencia urbana, y de tres narradores cuyos caminos se cruzan: Maurice Jobson, un policía corrupto con remordimientos; BJ, el matón callejero que descubre que ya no puede esconderse en las sombras, y John Piggott, un abogado tan honrado como se puede ser en un mundo con tantas hogueras prendidas. Los suyos son tres puntos de vista distintos que convergen y arrojan luz sobre los hechos que están sucediendo, la nueva desaparición de una niña, y los que les precedieron. Si quedan cabos sueltos, como el del periodista Eddie Dunford, se debe a que el autor está más despreocupado de atarlos que de sobrecoger a los lectores.

David Peace creció a ocho kilómetros de donde residía Jayne McDonald, una de las víctimas de Peter Sutcliffe, y cuando la adolescente, de 16 años, fue asesinada en Leeds, en junio de 1977, él tenía solamente 10. Desde ese día hasta la detención, cuatro años después, del Destripador de Yorkshire vivió con la obsesión de resolver el caso. Era incapaz de abstraerse de la pesadilla de aquellos años sombríos de la adolescencia, el marco criminal y los conflictos sociales de una Inglaterra convulsa por las protestas sindicales, una crisis más negra que el paisaje y la amenaza constante del IRA, que desembocarían posteriormente en el thatcherismo.

Ése es el caldo. Superior.