Se cumplen sesenta años desde que Francisco Farreras Ricart expuso por primera vez. Seis décadas en las que este barcelonés de 1927 ha mantenido una de las indagaciones más personales y rigurosas del arte español contemporáneo. Instituciones tan solventes como el Museo de Arte Moderno de Nueva York, la londinense Tate Gallery, el Salomon Guggenheim o el Reina Sofía tienen obra suya. Añadamos a ese listado de urgencia los nombres de algunos de los más prestigiosos coleccionistas. Así que una exposición de este artista minucioso, explorador en el que se cumple aquel apotegma de Kandinsky sobre el límite creativo como mera convención («la libertad puede ir hasta donde alcance la intuición del artista»), abre siempre muy justificadas expectativas. Más si, como sucede en la muestra que inaugura mañana en Gijón la galería Van Dyck, tenemos ocasión de recorrer y comparar las grandes etapas de este creador tan identificado con las inquietudes del informalismo, de donde ha derivado un universo de formas y sugerencias propias. No otra es la tarea.

La antológica gijonesa de Farreras es un acontecimiento para quienes disfrutamos con esas imágenes siempre tan personales, sean en dos o en tres dimensiones, de este artista de estilo tan definido como escasamente sentimental. Y es que la muestra de Van Dyck, más de cuarenta obras de la colección personal del artista, datadas entre 1962 y 2011, plantea un itinerario siempre sorprendente por las tres -digamos- grandes etapas creativas del artista. Hay aquí ejemplos sólidos, perfectamente acabados («no le toques ya más, que así es la rosa», escribió Juan Ramón Jiménez), de esos tres períodos que han jalonado la propuesta de Farreras: collages, coudrages y relieves.

El artista, que cursó estudios en la Escuela de San Fernando, de la que fue nombrado profesor de Dibujo en 1949, descubrió a principios de los años sesenta las posibilidades y sutileras a las que se presta el papel de seda. En esta antológica tenemos obras muy notables de ese período, como el «Collage 178», de 1962, que nos sirve para resumir la maestría con la que Farreras introduce una tensión plástica que resuelve con una imagen inquietante, una abstracción que es, a su vez, un resto figurativo muy poderoso y dinámico. Estos collages, de gran belleza, sucedieron a unos años de pintura geométrica y coinciden con una larga estancia en Nueva York, de donde regresó en 1966 para instalarse en las afueras de Madrid.

Farreras es un experimentador, un talento inquieto. Pudo permanecer anclado a la rara belleza de sus «collages» (hasta le encargaron un gran mural para el aeropuerto de Barajas), pero en los años ochenta trabajó intensamente, en una suerte de búsqueda y hallazgo, con telas y maderas. El resultado son sus insólitos «coudrages», de los que hay alguna notable obra (pienso en el «Coudrage 58 A») en esta muestra gijonesa, tan felizmente «peleada» por la galerista Aurora Vigil-Escalera.

Completa esta antológica de Farreras una serie de obras englobadas por el artista bajo el epígrafe «relieves», donde constatamos, una vez más, la asombrosa capacidad para innovar a partir de un informalismo matérico en el que el ensamblaje de materiales heterogéneos se resuelve, siempre, en obras de gran elegancia constructiva: asoma la preocupación del creador por la geometría, por el rigor de las formas. Junto a esas piezas de gran tamaño, aporta Ferreras, asimismo, algunas de sus últimas obras, en un formato más pequeño. Y en todas el indesmayable signo del buscador.