Dado que esta novela de Álvaro Pombo (Santander, 1939) ganó el premio «Nadal» 2012, cabe hablar aquí de dicho premio, pues escribo esta reseña gracias a que El temblor del héroe lo ganara. Si no, de buen grado excusaría el hacerlo. El premio «Nadal» es el galardón más antiguo que se concede en España a una novela inédita, se falla en la noche de Reyes y sirvió en su momento para que autores jóvenes entrasen en el mercado literario: ese era, en el fondo, su sentido. Al poco de cumplir 20 años, lo gana Carmen Laforet, con Nada; a los 26, Miguel Delibes; a los 27, Rafael Sánchez Ferlosio; recién pasados los 30, Carmen Martín Gaite o Ana María Matute? Qué bueno, qué limpio en su fallo considerábamos los lectores de los años 70 del pasado siglo «los Nadal». Asturias gozó de fortuna con el premio: lo ganaron Dolores Medio, Martín Descalzo, Carmen Gómez Ojea. También Juan Pedro Aparicio o Juan José Millás, tan vinculados a la región. Alejandro Núñez Alonso, Héctor Vázquez Azpiri, Luis Ricardo Alonso, José Avello, Jorge Ordaz o Mariano Arias fueron finalistas, como Francisco García Pavón con Cerca de Oviedo? En Asturias siempre fuimos muy del «Nadal».

Pero el mercado editorial, digo yo, hizo que desde hace ya unos cuantos años a esta parte aquel premio «Nadal» ya no fuera un empujón para noveles, sino una apuesta segura por autores con obra hecha, derecha, aplaudida y jaleada, con o sin razón literaria. Y así siguen las cosas, más en esta época. Se premia a un autor que venda, y punto. No olvidemos que la Editorial Destino pertenece al Grupo Planeta: o hay rendimiento o apaga. Por ejemplo, se premia a Álvaro Pombo, un escritor septuagenario (hace muy bien), nada de un jovenzano prometedor, que ya en el 2006 había ganado el premio «Planeta»: un novelista, pues, de público fiel (hecho y derecho), conocido, buen provocador, que da muy bien en la radio o en la tele, muy divertido y con aspecto de «escritor» para quienes en su imaginario guardan una imagen estereotipada de lo que es un «escritor». Luego, la novela premiada es lo de menos. Se vende la marca, todos lo sabemos.

El temblor del héroe cuenta el enredo de un quinteto (de cinco personajes, quiero decir) que gira en torno a Román, un profesor jubilado, que tanto impresionó a uno de sus alumnos, Eugenio, por sus enseñanzas filosóficas; que tiene un lío con la mujer de este, Elena («feminista y posmoderna», página 27); que recibe a un periodista, Héctor, a quien seduce o por quien es seducido (qué sé yo), quien, a su vez, le presenta a Bernardo, también exprofe y ahora patinador (sic: atención a la metáfora, «patina», «se desliza» por la vida) callejero. Al final, hay un crimen para dar vidilla al asunto, hay mundo gay, hay mucha charla de alto nivel, hay mucho discurrir del narrador? hay todo lo que caracteriza a tantas novelas de ahora mismo, a las que no sabría cómo llamar, pues no son de las tenidas por fragmentarias (en la de Pombo hay exposición, nudo, desenlace, línea de tiempo clara: todo muy académico), serían acaso esas novelas sobre la falta de sustancia que, tal vez para predicar con el ejemplo, tan insustanciosas me parecen (defecto mío, sin duda), tan olvidables, tan aburridas de leer. A veces, El temblor del héroe parece un tratadito filosófico, un cursillo acelerado de grandes citas o tronantes párrafos o cursis reflexiones: «Román nos enseñó, contra Kierkegaard, que Dios no se relaciona con el mundo individuo a individuo, sino a través de la comunidad y de la ley del ser con otros» (p. 16); «¿Es posible entender a Max Scheler desde una perspectiva exterior a la Iglesia?» (p. 186); «Aquel que se interese por el hombre como portador de impulsos afirmadores del yo y de orgullo debería decidirse a romper el sobrecargado nudo del erotismo», se nos propina en la página 94, citando a Sloterdijk; «El arrepentimiento es la poderosa fuerza de autorregeneración del mundo moral que opera contra su continuo entumecimiento», se nos vuelve a propinar como inicio del capítulo 21, citando al antedicho filósofo muniqués; «la gente ha dejado de leer a Kierkegaard» (p. 127)? no sigo, la novela está llena de tanta ampulosidad citante, como está también empanada de citas latinas, de presunto alto pensamiento autorizado para todos los públicos que se dejen seducir (los hay: mis respetos) por tales cosas.

Sin embargo, no encontré pasión, aventura, emociones, no tiró de mí la novela, no cayó ni de un tirón ni tuve ganas de volver a casa para engolfarme en ella. No tengo tiempo para gastarlo en 222 páginas cuya escritura no me atraiga y cuya conclusión moralizante sea que hay que ver lo poco sustancioso que es el personal que sale en El temblor del héroe. Todo ello son manías mías, seguramente: compre usted la marca (Álvaro Pombo); lo demás no tiene importancia.