Alguna de las óperas de Wolfgang Amadeus Mozart, entre ellas La clemenza di Tito, permanecen arrinconadas del repertorio de los teatros de ópera frente al empuje arrollador de otras como La flauta mágica o Las bodas de Fígaro o Don Giovanni, por señalar tres títulos. Sin embargo, obras como La clemenza merecen mayor proyección porque estamos ante una partitura de enorme interés, con pasajes sensacionales y una dramatúrgica rica que permite articular puestas en escena de gran creatividad.

Estos días se representa en el teatro Real La clemenza di Tito mozartiana y es un acierto su inclusión en la temporada lírica madrileña. Recupera Gerard Mortier una producción que ya es un clásico, firmada por Ursel y Karl-Ernst Herrmann. Es un montaje comprado por el teatro. Me llama la atención cómo, en los programas de mano, se pervierte el lenguaje denominándola nueva producción en el teatro Real procedente del Festival de Salzburgo. ¿Cómo se puede denominar nueva producción a algo que tiene años de recorrido y que ahora se compra? La manipulación del lenguaje no es inocente y me sorprende que el Real entre en ese juego absurdo. Las intenciones se me escapan. Lo lógico es explicar la realidad tal y como es «producción del teatro Real procedente del Festival de Salzburgo» que supongo será quien la habrá vendido.

El color blanco preside una puesta en escena que aguanta muy bien el paso de los años y que lee la obra con enorme eficacia narrativa y algunos cuadros de especialmente hermosos. Es sustancial como el fantástico trabajo dramatúrgico del matrimonio Herrmann humaniza cada personaje, insuflándoles vida desde una óptica muy depurada y un movimiento escénico sutil, muy bien armonizado desde el punto de vista conceptual con los requerimientos de la partitura. Los intérpretes se mueven en marcos casi oníricos, en los que se atisban arquitecturas idealizadas que envuelven la acción en un sofisticado regusto neoclásico.

Un elenco sólido, integrado por buenos cantantes, y un trabajo muy eficaz por parte de Thomas Hengelbrock que no siempre encontró acomodo en las prestaciones de la orquesta del teatro Real, con más de un desajuste a lo largo de la velada, marcaron la sesión. Curiosamente fue el Tito de Yan Beuron el que, sobre todo en el primer tramo de la obra, quedó un poco atrás, con una emisión un tanto velada. Como contraste la rotunda Vitellia de Amanda Majeski funcionó mucho mejor vocal y dramáticamente, mientras que Kate Aldrich fue un Sesto de muchos quilates. Debe también anotarse la dúctil Servilia de María Savastano y los más que bien resueltos Annio de Serena Malfi y Publio de Guido Loconsolo. Ha sido un buen preámbulo antes de iniciarse el tramo final de la temporada madrileña que es el que concentra las propuestas de mayor riesgo de todo el curso.