El hombre que ha vuelto un deporte de moda su crucifixión en efigie sigue siendo, a diferencia de sus bien conocidas políticas autoritarias, una incógnita aún más perfecta que sus subterráneos y letales ajustes de cuentas. ¿Quién es ese individuo que apenas pestañea? ¿De dónde salió, más allá de lo que aseguran los pocos textos escritos sobre él? La periodista rusa Masha Gessen (1967), que también posee la nacionalidad estadounidense, se curtió desde muy joven en casi todas las batallas políticas abiertas tras la extinción de la URSS. Ahora ofrece al mundo -el lanzamiento de la obra es casi planetario- una oportuna recreación del ascenso que llevó a un oscuro burócrata del KGB destinado en Bremen a la cúpula del Kremlin, en la que ya lleva doce años y en la que podría quedarse otros tantos más. Para convertir en hechos sólidos los lugares comunes que corroen los perfiles de urgencia.

Fue un del todo olvidado pergeñador de novelas históricas el alemán Joseph von Scheffel, quien, a mediados del siglo XIX, recuperó una de las joyas de la literatura latina medieval. Entre las páginas de su novela Ekkehard. Una historia del siglo X deslizaba la traducción en verso al alemán de los 1.456 hexámetros latinos en los que se narra la vida del guerrero aquitano Valtario, protagonista de una antigua saga germánica que transcurre en el siglo V, en los años del temible Atila.

Así lo cuenta en el prólogo a este impagable volumen Luis Alberto de Cuenca, que se alzó con el premio nacional de traducción por la versión castellana del cantar, sobre cuya autoría, que bien podría deberse al citado Ekkehard, no hay unanimidad. Prepárense para zambullirse en una magistral cascada de aventuras ambientadas en el tránsito del mundo antiguo a los siglos oscuros.

Supongan que cada domingo toman el mismo tren -siempre a la misma hora, porque esto es Suiza- y, claro, saben que en un determinado momento del trayecto han de atravesar un túnel durante veinte segundos, ni uno más ni uno menos, porque esto, claro, sigue siendo Suiza. Ahora supongan que un domingo, a la misma hora de siempre y en la misma Suiza de siempre, el tren entra en el túnel y veinte minutos después sigue avanzando por él. Está claro que está pasando algo.

El suizo de lengua alemana Friedrich Dürrenmatt (1921-1990), uno de los merecedores del Nobel que nunca lo tuvo, es, sobre todo, conocido por unas obras de teatro en las que creó mundos sombríos e irreales que reflejan con estremecedora brillantez su lúcida percepción de la realidad. Pero también cuentos como este El túnel, una alegoría polisémica de la impotencia humana para corregir el curso de las cosas.

El italiano Luciano Bianciardi murió en 1971, a los 49 años. Víctima del alcohol, según los médicos. Víctima de su propia incapacidad para aceptar sin cáncer de emociones el saco de podredumbre consumista en el que se habían convertido la Italia y la Europa posteriores a la guerra, añadiría un observador atento.

Bianciardi, anarquista medular, fue uno de los agitadores más gloriosos de la Italia de los cincuenta y sesenta; pero, tras su muerte, su radicalismo lo convirtió en un molesto jarrón en las estúpidas vitrinas con hombreras de los ochenta. Sólo con el relativo regreso de la cordura en los noventa su obra comenzó a recuperarse y a admirarse como se debe. A la cabeza se sitúa La vida agria (1967), novela de peculiar estilo, y libro de cabecera para muchos, en la que desnuda el sistema sin piedad a la vez que se ríe de sí mismo, integrado pese a todo para sobrevivir.