De todos los escritores que van ocupando asiento en la primera fila de narradores actuales en español de España hay que contar cada vez más con el donostiarra Fernando Aramburu (1959), quien acaba de recibir el prestigioso premio «Tusquets» 2012 de novela con esta Años lentos y con la firma en el acta del jurado, «por mayoría», de tan solventes miembros como Almudena Grandes, el colombiano y conradiano Juan Gabriel Vásquez, el asturiano Rafael Reig, la benemérita editora Beatriz de Moura y el presidente, el gran Juan Marsé. De modo que, tras el premiadísimo libro de relatos Los peces de la amargura (donde se da voz tanto a los silenciosos cómplices del terror en el País Vasco como a las víctimas del mismo, sin paños calientes, sin esos sí pero no a que tan acostumbrados nos tiene algún que otro escritor de allí), tras carrera en curso como poeta y autor de libros infantiles, tras unas cuantas novelas, Aramburu, quien reside en Alemania desde tiempo ha, da el salto definitivo al encuadrarse, con premio bajo el brazo, como estrella en esa editorial de tanto fuste y a la que no faltan pretendientes compradores a pesar de la crisis, como recogía la prensa cultural de estas últimas semanas.

Años lentos, que la propaganda de Tusquets quiere vendernos como dickensiana, es una novela de iniciación: la vida de un niño navarro, desgraciado por su ambiente familiar, al que una tía de San Sebastián acoge en su casa desde que tiene 8 años, en 1968, hasta que cumple los 17. Período, pues, clave en la vida de un niño (su educación sentimental) y de una sociedad que precisamente en el año citado contempla el primer atentado mortal de ETA. Sin embargo, a mi juicio, debemos irnos un poco más atrás de Dickens y llegarnos hasta Cervantes (como casi siempre) para encontrar el origen de una estructura que hace de esta novela una narración que funciona, mientras que, de haber elegido otra, estaríamos sin duda ante una obra anodina y sin más sustancia que la poca que atesoran tantas y tantas páginas sobre los rigores y los entusiasmos de pubertades, adolescencias y primeras juventudes. El fingimiento autorial va como sigue: un hombre (al que en su infancia apodaron Txiqui) atiende el requerimiento del señor Aramburu para que le cuente por escrito su vida durante los años antes citados; lo hace, claro está, sin adorno literario, a la llana, como escribe un hombre sin conocimientos de las técnicas del relato, siempre aconsejándole al que va a dar forma literaria a esas memorias (es decir, al señor Aramburu) que enmascare los nombres reales, que se explique mejor de lo que él reconoce hacer, que lo convierta, en fin, en literatura a su modo. Al final de cada entrega de ese comunicante, el señor Aramburu nos entrega en cursiva unos «Apuntes» sustanciosos a más no poder, tanto sobre el método para reconstruir ese relato no literaturizado como para rebajar tensión bromeando, soltando exabruptos, opinando, haciendo esquemas, planteándose dudas, ensayando diálogos de sus personajes... En una palabra: Años lentos es una novela que cuenta cómo un escritor profesional escribe una novela basada en hechos reales, por usar el cliché. He ahí el doble punto de vista narrativo adoptado (Cervantes puro). Pero, claro está, el telón de fondo es una sociedad con todo tipo de conflictos, desde los domésticos más elementales en aquellos años hasta los políticos, con la entrada en ETA del primo Julen y sus posteriores desolación y desamparo. Tabernas, fábricas, represión, embarazo no deseado, matrimonio por imperativo social, soledades... Ahí sí que entramos en zona dickensiana (o de Galdós, si se quiere ser más castizo: más o menos lo mismo, a fin de cuentas, pues no olvidemos que don Benito tradujo el Pickwick al español). O sea, que el comunicante escribe muy en grado cero literario: «Pasó otro mes, llegó el calor. Se me hace que todo el mundo iba a la playa menos nosotros. A mi tía Maripuy, que no salía más que lo justo a la calle, segura de que la espiaban, le entró la obsesión de bajar cada dos por tres al portal a echar un vistazo dentro del buzón...» (página 156, por ejemplo). Y el señor Aramburu enumera en el «Apunte 30» una larga lista sobre «Posibles penalidades» de Julen en su exilio francés (página 165) o una lista de opciones literarias de suicidio (página 73) o una duda sobre cómo solucionar un problema técnico: «A ver cómo coño arreglo esto. Cabe la posibilidad de que Chacho se ofrezca a ayudar a Mari Nieves a envolver pastillas de jabón» (página 146).

Fueron aquellos unos años lentos, en efecto, donde se consumía la vida de los pobres en la grisura del franquismo, y los iluminados por un separatismo de sacristía (nunca mejor dicho: véase el repugnante personaje del cura don Victoriano), mucho más adoptado por ósmosis irracional que por convicciones asentadas (véase el despiste cósmico y cómico de Julen), emprendían un camino de terror que llevó a todos a donde llevó a todos.

Cinco horas de muy provechosa lectura, pues, para los amantes del realismo, curiosos de los entresijos del País Vasco, alumnos de talleres literarios y, permítanme decirlo, desesperanzados del devenir humano.