Leíamos a Guillermo Cabrera Infante para vivir más, sobre todo por la noche; leíamos Tres tristes tigres, Así en la paz como en la guerra, leíamos Un oficio del siglo XX...; había alguno entre nosotros que se sabía de memoria párrafos enteros de sus libros. Estaba tan presente, en nuestras conversaciones, en nuestros gustos, en nuestras juergas, que era sin duda uno de los nuestros. Y era, para mí, el escritor que más quería, como si fuera un espejo y una mano que me guiara por la literatura como aspiración y como compañía. Nosotros lo leíamos en la inconsciencia del Atlántico, que era como decir la adolescencia o la juventud; y casi no sabíamos nada de las brumas que ocultaba la época. Nuestra cabeza estaba llena, y vacía, de literatura.

En ese entonces nosotros no sabíamos de veras qué era el exilio ni cómo le estaba afectando a Miriam Gómez, su mujer, y a él, esa injusticia que la historia puso en el camino de ambos. La prensa entonces informaba poco, y tampoco nosotros queríamos saber demasiado. La historia se estaba haciendo, y nosotros estábamos fuera de la historia. Todo -o casi todo- lo supimos luego, cuando ya empezamos a saber de veras qué era Cuba, aquella esperanza isleña que nosotros compartíamos a ciegas. A Miriam y a Guillermo los conocimos en Londres, vivimos con ellos muchas aventuras, y sobre todo disfrutamos de su casa y de su memoria, que son indisolubles. Los vimos sentados debajo de aquellos libros históricos del cine y de la literatura, enfrente del enorme televisor en el que siguieron juntos viendo películas, animados por la charla conjunta o superpuesta de ambos; se quitaban la palabra para recontar mejor, con más gracia, con una memoria acelerada por el tiempo y el genio, historias que ellos vivieron en la prehistoria y que ahora eran materia de la literatura oral (y escrita) que habitaba en esa casa de Gloucester Road. Fueron días, años, memorables; la casa, que en algún momento fue la casa de un hombre que sufría con la memoria acerada de su tierra, era también el convivium de seres que iban a rendirle homenaje por los grandes ratos que su literatura nos hizo pasar.

Los dos eran tres. El tercero ya no actuaba, pues se había fundido en ellos y se había quedado en la eternidad del cine. Era G. Caín, el seudónimo con el que Guillermo fue al cine y que fue el sustrato humano (y divino) que se dio a sí mismo para escribir de películas en blanco y negro o del incipiente color en las columnas que tuvo en la prensa habanera de la prerrevolución. Eran críticas recorridas, desde el espinazo hacia el alma, por una literatura de la que fueron herederas la gran novela, Tres tristes tigres, y la gran memoria, La Habana para un infante difunto? Aquel G. Caín y aquel Guillermo Cabrera Infante constituyeron una dualidad imborrable en la historia de la mejor literatura cinematográfica; y ninguno de los dos se podía entender, en el presente o en retrospectiva, sin esa Miriam Gómez que dio su vida, su alegría, su buen humor para contar historias, por el hombre que la nombró su ninfa, su musa, su constancia. Y ahora ha tenido Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores la divina ocurrencia de traerlos juntos otra vez (a G. Caín, a Guillermo, a Miriam) en un volumen que Toni Munné, el feliz editor de las obras completas de GCI, ha titulado El cronista de cine. Ahí ha agrupado, junto con Un oficio del siglo XX, su libro más completo sobre cine/literatura, y otros escritos cinematográficos. El conjunto es un saludable volumen de cerca de 1.500 páginas que seguramente habría hecho muy feliz a Guillermo, que murió hace siete años y nos dejó tan huérfanos, y sin duda hará muy feliz a Miriam que, como Caín, es una figura imprescindible de la figura única de Guillermo Cabrera Infante. Está ya en librerías, se presenta el martes próximo, y lo aconsejo como creo que pocas veces he aconsejado un libro.