La pobreza es una cualidad humana al menos tan antigua como la riqueza. En el mundo hay pobres, muchas clases de pobres, y a lo largo de toda la Historia, en todo tiempo y lugar, bajo muy distintos regímenes económicos y políticos, hubo también pobres. El escritor asturiano Luis Amado Blanco pasó una semana en la Unión Soviética a principios de los años treinta y con aquella experiencia escribió el libro «8 días en Leningrado». Una de las cosas que más le sorprendieron de lo que allí vio es que en el país de la revolución proletaria siguiera habiendo mendigos por las calles. En Los pobres, un viejo obrero de Volgogrado le dice al autor: «El comunismo era peor en cierto sentido, supongo, pero al menos garantizaba nuestro futuro. No teníamos que andar a la caza de un empleo todo el tiempo, apostar todo el tiempo».

La pobreza material, desde luego, es algo tan relativo que para las Naciones Unidas, siempre tan optimistas, son una cuarta parte de los habitantes del mundo los que padecen pobreza extrema, mientras que para el premio «Pulitzer» Jared Diamond es el 80 por ciento de la población mundial la que está en esa situación. Mucha gente ha escrito y escribe cada día explicando el origen de los desequilibrios económicos, pero seguramente nadie ha descrito la pobreza con la valentía, distanciamiento y voluntad totalizadora con que lo hace el escritor William T. Vollmann, para quien «no es mera privación, porque la gente puede poseer menos cosas que yo y ser más rica; la pobreza es desdicha». En Los pobres Vollmann se declara admirador de Elogiemos ahora a hombres famosos, el libro que James Agee y el fotógrafo Walker Evans realizaron tras convivir con aparceros de Alabama durante la Gran Depresión, y es ese espíritu consciente de que por muy lejos que llegue el arte jamás podrá suplantar a la realidad el que mueve estas páginas. Vollmann podría decir, como James Agee dijo de George Gudger y el resto de aparceros que retrataba en aquel libro, que el gran peso, el misterio y la dignidad de todas las personas retratadas en Los pobres reside precisamente en que viven realmente, como ustedes y como yo, y como no podría vivir ningún personaje de la imaginación.

A todos los protagonistas de este libro -a Sunnee en Tailandia, a Oxana y Natalia en Moscú, a las familias desalojadas de un barrio mísero en Nan Ning (China), a Montaña Grande y Montaña Pequeña, los dos mendigos que viven bajo un puente en Tokio, etcétera- se les formula la misma pregunta: «¿Por qué eres pobre?» Y cada cual responde a su manera: unos creen que lo son porque realizaron trabajos en Chernobil después del desastre nuclear y su salud se deterioró, otros porque son víctimas de las mafias, otros porque no reciben la suficiente ayuda, otros porque fueron malos en una vida anterior o porque Alá así lo quiere, otros, como los habitantes de Tenguiz, en Kazajstán, porque una multinacional petrolífera impregna el aire de azufre que los envenena. Abundan en este libro la locura, la insensibilidad, la humillación, la deformidad, la servidumbre, la autocompasión y el dolor; y también el distanciamiento y la denuncia, que, por supuesto, no excluyen la empatía con los retratados.

Tan inabarcable y contradictorio como la vida, Los pobres es el resultado de años de investigación y viajes de un hombre rico -al menos para los términos que se manejan en el libro- que se ha molestado en salir al mundo y tratar de comprobar por sí mismo cuál es la causa de la mayor desgracia que nos azota. No intenta dar respuestas definitivas ni satisfactorias, pero sí es capaz de hacer que el lector se formule preguntas al ver expuesta en toda su crudeza la lucha por la vida que a diario emprenden unos cuantos seres humanos, una muestra aleatoria de una parte muy importante de las personas que habitan el mundo. ¿Cuál es el motivo de la pobreza? Cada una de las fotografías que acompañan el texto de este libro nos da su explicación. El autor nos la transmite, incluso cuando la respuesta es simple y llanamente «no lo sé», como en el caso del ensimismado y melancólico músico callejero mexicano que hace sonar un acordeón rodeado de inmundicia.

«La pobreza, como la riqueza, se expresa con mayor frecuencia en forma de egoísmo. Y el egoísmo de los desesperados puede adoptar una urgencia implacable», nos dice Vollmann. Algo del egoísmo de los desesperados y mucho del de los no desesperados aprendemos leyendo Los pobres, pero para aprender realmente sobre el egoísmo de los no desesperados conviene leer Cleptopía, el análisis que Matt Taibbi hace de cuáles fueron las causas de la «burbuja inmobiliaria» que llevó a los Estados Unidos al crack de 2008 y a la crisis financiera posterior. Tan inteligente como irreverente, Taibbi, colaborador de la revista «Rolling Stone» y simpatizante del movimiento Ocupy Wall Street, hace buena una sentencia de Jerónimo Granda: «Aquí las que mandan son las multinacionales, los políticos son capataces». En la línea del documental «Inside Job» o de ensayos como el del economista Raj Patel, autor de Cuando nada vale nada, lo cierto es que de ser verdad la mitad de los excesos que se describen en Cleptopía -y no hay motivo para pensar que no lo sean- la realidad supera a la ficción y Oliver Stone, al realizar Wall Street: El dinero nunca duerme, se quedó corto en su acerada crítica.

El comportamiento mafioso de los bancos de inversión (Goldman Sachs y Merrill Lynch entre ellos) forzando una desregulación total del mercado para especular impunemente con la certeza de que en el momento del pinchazo el Gobierno acudiría a rescatarlos, hace pensar en unas palabras del citado Raj Patel: «La existencia de los gobiernos no puede imaginarse divorciada del capitalismo moderno. La idea de que las corporaciones actúan como Homo economicus y los gobiernos como anti Homo economicus en realidad no es más que un espejismo. De hecho, cuando los gobiernos y las corporaciones chocan, el resultado no es una explosión, sino más bien un acoplamiento». Taibbi, con acopio de datos, inusual soltura estilística y envidiable sentido del humor, no hace más que poner de manifiesto que unos pocos se encargaron de convertir la economía en un casino para hacerles pagar el pato a muchos, y no tiene empacho a la hora de personalizar algunas responsabilidades evidentes: «Alan Greenspan, el antiguo jefe de la Reserva Federal, es ese capullo excepcional que hizo de Norteamérica el desastre monumental en que se ha convertido».

Explayándose en el caso de Goldman Sachs como ejemplo de tejemanejes mafiosos y desencantado con un Barack Obama al que se le llenaba la boca criticando a Wall Street durante la campaña electoral, pero que después contrató a peces gordos de Goldman y Citigroup para dirigir la política económica de la Casa Blanca, Taibbi concluye: «Si juntas todas estas historias, lo que resulta es la extraña instantánea de una economía en la que alguien ha tirado por la ventana la vieja noción, la de Adam Smith, de un capitalismo en el que las empresas triunfan o fracasan en función de sus méritos, y donde sólo el mercado determina el precio de sus valores. En su lugar hay un sistema en el que las fusiones y las quiebras no dependen del mercado, sino de altos cargos del Gobierno como Paulson y Geithner y Bernanke, y en el que los precios de los valores no resultan de lo que los inversores están dispuestos a pagar por ellos, sino del grado de influencia política de los directivos de la compañía».