En la crónica rosa del siglo XX todavía sigue conmoviendo la historia de un rey, Eduardo VIII, que renunció a su trono por amor a una mujer divorciada, Wallis Simpson, con la que las convenciones sociales le impedían casarse. Pero la verdadera historia poco tiene que ver con la edulcorada leyenda.

La verdadera historia, tal como nos la cuenta Anne Sebba, con una rigurosa y en muchos casos novedosa documentación (y algún ligero lapsus, como escribir que el conde Ciano fue fusilado por los antifascistas), constituye, sin pretenderlo, una eficaz diatriba contra esa antigualla que, incomprensiblemente, continúa gozando de buena salud: la monarquía.

El príncipe de Gales, el heredero de la corona de Inglaterra y del Imperio británico, nunca superó el nivel intelectual de los catorce años. Sus amantes le llamaban Peter Pan y «el hombrecillo». Mientras fue príncipe, sus únicas ocupaciones eran viajar de un país a otro e ir de fiesta en fiesta. En las revistas populares su imagen resultaba tan habitual como la de cualquier estrella de cine.

Wallis Simpson era una mujer ambiciosa y voluntariosa, y quizá no enteramente una mujer: parece que había nacido genéticamente varón, aunque con apariencia femenina. Anne Sebba no se muestra concluyente al respecto, aunque ciertas operaciones no bien explicadas y la incapacidad de tener hijos apuntan en esa dirección.

Tras un primer matrimonio poco afortunado, residió algún tiempo en China, primero en Shanghai y luego en Pekín. La leyenda sobre sus especiales habilidades sexuales que la harían irresistible viene de aquella época. En los años veinte, Shanghai tenía más prostitutas que ninguna otra ciudad del mundo, «con una jerarquía bien definida que figuraba en las guías». Anne Sebba las enumera: «En lo alto de la jerarquía estaban los cantantes de ópera varones, que eran los más caros; después venían las cortesanas de primera clase, seguidas de las cortesanas corrientes, las prostitutas de las casas de té, las prostitutas callejeras, las que estaban en los fumaderos de opio, las de las casas de manicura que ofrecían sexo de pie y las prostitutas de los muelles, a veces llamadas "hermanas del agua salada", que trabajaban con marineros y estaban en el peldaño más bajo de la escala».

Anne Sebba se esfuerza en liberar a Wallis Simpson de los prejuicios antifeministas propios de la época. Lo cierto es que, en aquellos años, cuando todavía la capacitación profesional no estaba extendida entre las mujeres, el único medio que tenían para ascender en la escala social era el matrimonio, y el más eficaz medio de enriquecerse, una discreta y adecuada selección de amantes. No era guapa, pero sí de personalidad fuerte y manejaba con destreza todas las artes del halago.

Cuando Wallis conoció al príncipe de Gales, estaba casada con Ernest Simpson y había ascendido mucho en la escala social. Tenía casa en Londres y sus fiestas, frecuentes, estaban consideradas entre las más elegantes y divertidas. Wallis era amiga de la entonces amante del príncipe y, junto a su marido, comenzó a ser invitada a su residencia para amenizar las veladas. No tardó en hacerse dueña de la situación. La amante oficial tuvo que ausentarse unos días y cuando volvió no tardó en darse cuenta de que sobraba. El príncipe de Gales encontró en Wallis la mujer que necesitaba: le peinaba, le reñía a menudo, se burlaba de él en público y en privado, mientras seguía oficialmente casada -y quizá enamorada- de su marido. «El hombrecillo», como le llamaba, no era más que un buen negocio, el mejor con el que se había encontrado nunca: en cuanto la veía enfadada, le regalaba una suntuosa joya, especialmente diseñada para ella por Cartier o por algún otro afamado joyero.

Ser príncipe de Gales perpetuo habría sido el ideal de aquel tarambana que gustaba de ser castigado como un niño travieso. Pero murió su padre y de pronto se convirtió en el rey Eduardo VIII, con todas las obligaciones y responsabilidades que el cargo traía consigo. No pudo soportarlo. Su empeño en casarse con Wallis Simpson, que ya estaba casada, parece motivado por el deseo de escapar de aquel embrollo. Escapó antes de las solemnes ceremonias de la coronación, previstas para comienzos de 1937.

Las leyes del divorcio eran especialmente complicadas y absurdas en Inglaterra. El divorcio sólo se concedía, a solicitud de uno de los cónyuges, si se demostraba que el otro había cometido adulterio. El marido de la adúltera Wallis tenía que fingir un adulterio para que ella quedara libre y pudiera casarse con el rey.

Una absurda historia aquella historia, que pone de relieve la hipocresía social de la época, pero sobre todo el absurdo de una institución, la monarquía, capaz de entregar la jefatura del Estado a quien el ciego azar decida, sin importar que tenga las mínimas condiciones para el cargo o no.

De haberse llevado a cabo los deseos del rey, en los años duros de la Guerra Mundial, Wallis Simpson, gran admiradora de Hitler, habría sido, no la reina consorte de Inglaterra, sino la verdadera reina: el rey no tomaba un vaso de agua sin mirarla antes para pedirle su aprobación. Inglaterra no habría entrado entonces en guerra con Alemania, Estados Unidos tampoco, la Unión Soviética habría sido derrotada, en Francia, en Italia, en España tendríamos regímenes totalitarios, Alemania sería la locomotora de Europa? No habría judíos en el mundo.

La dependencia y la sumisión que Wallis Simpson despertó en el rey de Inglaterra le jugó una mala pasada. Ella habría sido feliz toda la vida siendo la amante del rey, coleccionando joyas y conservando a su marido, con el que nunca rompió del todo. Pero el rey se obsesionó con convertirla en reina, aunque para ello hubiera que forzar las leyes del divorcio.

Esa obsesión cambió, para bien, la historia de Europa. El epílogo, tras la abdicación, duró casi cuarenta años. El duque de Windsor vivió obsesionado con conseguir para su mujer el título de alteza real y ella con acumular joyas y fortuna. Sus intervenciones políticas durante la Segunda Guerra Mundial siempre favorecieron, directa o indirectamente, a Alemania y perjudicaron a su país.

Curioso sistema político la monarquía, un sistema que permite que pueda ocupar la más alta jefatura del Estado un pelele infantiloide. Claro que los ingleses no le veían así: la censura y la autocensura de los medios de comunicación hacía que le tuvieran por un simpático estadista. Es otro de los rasgos de ese curioso sistema político. Que, sin embargo, y a pesar de los Eduardos y las Wallis, parece que, incomprensiblemente, todavía funciona.