Una de las particularidades de la historia es la frecuencia con que se reescribe. Las crónicas de las guerras son revisadas por los vencedores, los perdedores demonizados, los héroes inventados. Muchos papeles de sus actores se borran, otros se olvidan. Con el paso del tiempo, los patrones definidos resultan todavía más claros debido a lo que se va quedando fuera por exclusión. Lo mismo ocurre en las guerras de las ideas.

En el París del siglo XVIII, un círculo brillante de intelectuales se reunía en la casa del barón Thiry d'Holbach, los jueves y domingos, para disfrutar de opíparas cenas y un animado debate que acabó por conocerse como la Ilustración francesa. Su objetivo era liberar a los hombres y mujeres del miedo y la ignorancia fomentados por la religión de una Iglesia que reducía, entonces como ahora, el deseo a la lujuria y la razón al orgullo, en nombre de la promesa de un más allá.

Durante más de dos décadas del famoso salón del barón, en la rue Royale Saint-Roch, actualmente Des Moulins, las reuniones congregaron al círculo cercano de Denis Diderot, Jean-Jacques Rousseau, Guillaume-Thomas Raynal y, más tarde, David Hume, entre muchos otros, como Adam Smith, David Garrick, Laurence Sterne, Horace Walpole y el mismísimo Benjamin Franklin.

Lo que allí ocurrió entre los medallones de foie gras que ofrecía el anfitrión, las palomas rellenas y el roti poulet, fue lo que el historiador, ensayista y periodista alemán Philipp Blom describe como «un momento de radicalidad sorprendente en el pensamiento europeo». Y de esa manera fue visto como una gran amenaza para la Iglesia y el Gobierno. Ese radicalismo del salón D'Holbach consistía en defender la democracia sobre la Monarquía y la aristocracia, la igualdad racial y de género, el derecho a elegir una forma de vida individual, la libertad de pensamiento y expresión, incluida la libertad de prensa, la tolerancia, en general, y el derecho a no creer en nada en absoluto.

En Gente peligrosa, que edita Anagrama después de haberse ocupado de Años de vértigo, una fascinante historia sobre la agitación cultural de principios del siglo pasado, Blom escribe de los salones rivales de París y de las relaciones personales a menudo tensas de sus miembros. Estos salones eran convocados por aristócratas que ofrecían a los philosophes oportunidades para ensayar sus productos literarios y mostrar la agudeza de su ingenio.

El salón era un refugio para los filósofos, libre de los ojos vigilantes de los censores. Muchas de las voces más importantes de la Ilustración se enfrentaban a continuas amenazas de detención o al exilio, y se vieron obligados a menudo a medidas extremas: Denis Diderot, después de haber sido encarcelado por herejía y de habérsele prohibido escribir obras filosóficas, se concentró en su gran Enciclopedia, donde las «ideas peligrosas» podían ser discutidas con indiferencia académica.

Voltaire, después de repetidas refriegas con los censores, huyó de París y envió sus contribuciones al conocimiento desde su exilio en Suiza, distanciado ya de las posiciones más extremas. Y Jean-Jacques Rousseau, volviéndose contra sus amigos, tomó una venganza final en sus póstumas Confesiones. Posteriormente sería censurado por Robespierre, para quien la sociedad de iguales, el placer y la bondad, no entraban a formar parte de la clase de revolución que tenía en mente.

Además de todo esto, los ilustrados del salón se divertían una barbaridad. Una típica velada en Chez d'Holbach consistía en la lectura de un nuevo trabajo de uno de los asistentes, seguido de un debate intenso sobre política, filosofía o historia, sin que faltase el pegamento esencial de todos los sistemas sociales: el chisme. Entre las suculentas viandas, la conversación fluía con libertad. El anfitrión terminaba por convertirse él mismo en un filósofo, a menudo más radical que muchos de los invitados. Y tenía, también, una de las mejores bodegas de todo París, lo que permitía refrescar las ideas en los postres con un perfumado Vouvray.

Gente peligrosa (El radicalismo olvidado de la Ilustración europea) es un libro pleno de intenciones que cuestiona la preponderancia de la sacrosanta intelectualidad ilustrada, para abrir paso a la verdadera disidencia en las ideas. Los pensadores más convencionales de la Ilustración estaban horrorizados por la implicación social de sus puntos de vista radicales. Y hasta los mismos radicales parecían tener sus dudas. Voltaire deseaba la religión oscura a sus siervos, siendo como era un deísta. Rousseau se mostraba preocupado por la frialdad de un universo puramente material, pero su visión cívica de la religión llevaría al asesinato sistemático del Estado de quienes prefigurarían el escenario posterior, Hitler y Stalin. Un libro tan brioso como inteligente el de Blom.