Por amor al arte es casi la biografía de René Alphonse Ghislain Vander Bergle (Nivelles, 1940), alias Erik el Belga, escrita al alimón con Nuria de Madariaga. Y digo «casi» porque, después de leer sus 683 páginas, uno se da cuenta de que es más importante y jugoso lo que se ha callado que lo que nos cuenta (o cuentan).

La novela -perdón, la biografía- comienza con un capítulo titulado «Un primer impacto», que nos narra la huida por Alemania de Erik y dos de sus colegas de fechorías, Gilbert el Normando y un psicópata de gatillo fácil de nombre Hain. Los tres escapan de la Policía con una talla que han robado. Hain dispara a los agentes y el que no muere tirotea el coche, hiriendo a Erik. Es un comienzo al más puro estilo James Ellroy; es más, nos recuerda mucho el primer capítulo de Sangre vagabunda.

Después de este comienzo se retrotrae a la infancia en Bélgica y a su familia, que le obligaba a llevar el pelo al dos. Su padre era un guardabosques del Domaine de la Houssirère, su madre solía pasar parte del tiempo horneando pan de pasas y el abuelo habitaba a ratos los calabozos por no saber dominar su carácter cuando bebía sin moderación. Fue un monaguillo pésimo y su primer robo consistió en una rosa negra. Después llegó el servicio militar en una base belga en Alemania. Allí aprendió el valor del trabajo en equipo y de la fortaleza de reivindicar su origen flamenco entre sus paisanos, con el fin de estrechar lazos de amistad y generosidad para fechorías de mayor calado, en una Alemania que pasaba hambre cuando en la base militar les sobraba de todo.

Ahí comienza su carrera como falsificador de arte, que nunca copista, y de marchante y representante, nunca de vendedor. Si actualmente uno de los negocios sucios más rentables es pasar cocaína a Estados Unidos y de estos, sacar armas. En aquellos tiempos de la posguerra, Erik se da cuenta de que los católicos ricachones de la patria del dólar -de Boston a Los Ángeles- no tenían una historia que reivindicar y estaban dispuestos a pagar muy bien por reconstruirla. De ahí que el negocio consistiera en comprar o robar -en noches de lluvia- obras de arte en Europa, principalmente en España -Sefarad, para él-, y trasladarlas a Norteamérica. Lo más curioso y sorprendente se encuentra en la connivencia del clero hispano durante el franquismo para negociar con el patrimonio eclesiástico. Significativo es la venta del obispo de Calahorra de gran parte del arte sacro de su diócesis por cien millones de las antiguas pesetas, que con el regateo quedó en ochenta y dos millones por tallas policromadas, retablos, pilas bautismales de piedra, altares completos, cálices, incensarios, ropas de ceremonias y hasta candelabros. Cita a sacerdotes, abades, obispos y arzobispos en estos cambalaches, pero nunca da sus nombres. En el caso del obispo de Calahorra, si cruzamos los hechos narrados con la época histórica, todo nos hace suponer que se trataba de Abilio del Campo.

Mujeres, matrimonios fallidos, hijos por la geografía europea, robos sonados, como el de la catedral de Roda de Isábena, y sus cursos de preparación paramilitar rellenan las páginas de esta aventura. Se adivina que termina amando España, en especial Granada. No en vano aún vive en nuestra patria. Si algo llama la atención de esta narración, es la utilización casi constante de jerga militar: equipo, infraestructura operativa, cálculo de posibilidades, reducir? Y de eufemismos como «neutralizar» que sustituyen a los crudos «matar» o «asesinar». Lo dicho: no nos importaría leer otras setecientas páginas con lo que se ha callado.