Berlín, segunda década del siglo XX. El industrial Wadzek, un individuo pequeño, cuyo rostro infantil y alargado vela en parte una hirsuta barba rubicunda, no pasa por su mejor momento. Definitivamente, su mayor competidor, Rommel, le está ganando la partida: sus turbinas de vapor desplazan del mercado a las máquinas de expansión de cuatro cilindros en las que Wadzek ha cimentado su empresa. Los accionistas protestan, las cotizaciones bursátiles bajan y el crédito huye despavorido. Hace cien años. Como ahora.

Rommel, gigantesco, desgreñado, incapaz de frenar un movimiento compulsivo de mandíbulas, empieza a volverse una obsesión para Wadzek. Una obsesión que, a lo largo de 400 irónicas páginas, crecerá con cada párrafo y le hará ir de disparate en disparate hasta embarcarle en un final que, a lomos de una burla del destino, culmina la grotesca farsa en la que se ha convertido su vida.

Wadzec contra la turbina de vapor fue la segunda novela publicada por el psiquiatra alemán Alfred Döblin (1878-1957), quien ya había editado con éxito Los tres saltos de Wang-Iun. Con su lenguaje vanguardista, esta alegoría de la resistencia pasiva a la violencia había hecho saltar por los aires la novela burguesa alemana y se había transformado en el primer gran hito de la literatura expresionista. Döblin, movilizado como médico militar en agosto de 1914, escribió Wadzek... de un tirón entre ese mes y el siguiente diciembre, en los inicios de la I Guerra Mundial. Sin embargo, las fuertes críticas de un amigo (su particular «miglior fabbro») le movieron a una reescritura en la que abrevió el texto sin piedad y trabajó a fondo la sintaxis para hacerla aún más expresionista.

Publicada, al fin, en 1918, Wadzek? no fue reimpresa en Alemania hasta 1987 y ahora se traduce por primera vez al castellano, en impecable versión de Belén Santana, quien ha lidiado con éxito con sus varios registros de lenguaje. Gracias a ello podemos disfrutar de esta deliciosa fantasmagoría, nunca traducida por ejemplo al inglés, en la que un Berlín caótico en plena expansión compite en protagonismo con unos personajes que sirven de vehículo a varias inquietudes del autor: por un lado, el rampante desenfreno del capitalismo y la deshumanización de la tecnología, que abrumaban al Döblin socialista. Por el otro, preocupación del psiquiatra, la generación por un cerebro humano de una construcción obsesiva que escapa a cualquier control.

El nombre de Döblin, reivindicado por Brecht, Grass o Sebald, ha quedado asociado al éxito mundial de su oceánica Berlin Alexanderplatz (1929), cima de virtuosismo técnico y disección social traducida a numerosos idiomas y popularizada por la adaptación televisiva que hizo Fassbinder. Sin embargo, ni el renombre alcanzado con esa magna recreación de la capital alemana ni el gran aprecio crítico prodigado a Döblin desde la década de 1960 han evitado que buena parte de su obra sea casi desconocida y que su autor se agazape como un semimaldito en las esquinas de las bibliografías.

La causa de esta postergación ha de buscarse en un hecho innegable: hay algo en la prosa de Döblin que no lo hace plato de todos los paladares. Más allá de su trágico concepto de la condición humana, Döblin arrastra consigo la inquietud vanguardista nacida de la ruptura con el psicologismo tardodecimonónico, al que fustigó con énfasis en su ensayo de 1913 A los novelistas y a sus críticos. Buen lector de Schopenhauer, Nietzsche y Freud, Döblin se niega con saña a interpretar las acciones de sus personajes y se limitar a mostrarlas con desnudez. Más aun, en busca de una mayor depuración de escenarios, personajes y conflictos, se esfuerza en eliminar ruidos y lugares comunes, lo que deriva en una radicalización de su sintaxis y, en general, en un lenguaje que una parte de la crítica del momento no dudó en tachar de «cubista» (quintaesencia de la descalificación), «repugnante», «de mal gusto» o «grotesco». Un poco más de precisión les hubiera permitido hablar de «expresionismo objetivizador». En cuanto al mal gusto, suele ser divisa de la crítica en cualquier época la pasión por rivalizar con la mujer de Lot.

Sin embargo -y Wadzek? es una buena prueba-, los esfuerzos de Döblin no desembocan en dificultad alguna de lectura. Su prosa no es la del Joyce de Finnegans Wake ni la del Goytisolo de Makbara. Ni mucho menos. Döblin se lee con facilidad y sonrisa recurrente que a veces estalla en carcajada. No obstante, sí es cierto que puede producir cierta sensación de extrañeza en el lector habituado a prosas más «naturalistas». Una sensación como de haberse perdido algo entre línea y línea. Las escenas parecen sucederse o resolverse con brusquedad, como bruscas parecen las reacciones de los personajes ante sucesos cotidianos o sus respuestas a apacibles observaciones. De igual modo, las réplicas a estos improperios pueden resultar inusitadamente calmas.

No hay misterio, empero, en estas aparentes disfunciones, que no son sino consecuencia de la ausencia de interpretación, de la eliminación de nexos explicativos entre los caudales de pensamiento -por los que Döblin muestra querencia- y las manifestaciones externas de los actores. Wadzek? revela por ausencia la ingente cantidad de explicaciones, burdas o sutiles, que entreveran la mayoría de las prosas.

Esta sensación de extrañeza se refuerza en el caso de Wadzek? al haber sido concebida como una novela en «Kino-stil», en estilo cinematográfico, lo que conduce a dar una gran importancia al montaje. Los puntos de vista cambian por sorpresa, la acción se acelera y se frena, la repetición irrumpe aquí y allá, la descripción objetual de personas y cosas cede el paso sin aviso alguno al monólogo interior? El resultado, muy efectivo, es que a la sonrisa recurrente se une cierta desazón. Y también que la desazón crece y crece a medida que el lector se va internando en la historia. Eso sí, sin perder la sonrisa.