Filólogo e historiador además de novelista, el colombiano Juan Esteban Constaín (Popayán, 1979) accede en su última novela, ¡Calcio!, al embarrado terreno de juego de la verdad histórica. En su retrato de la miseria del mundo académico, la circunspección forense de las polémicas encubre a menudo pasiones de toda especie. Desde intereses e inquinas, hasta el chovinismo o la demostración de la propia escuela por vía de cualquier pretexto, lo que de verdad está en lid en algunos doctos debates permanece oculto, bajo severa admonición de que nadie alce la toga.

La anécdota propiciatoria es la vieja discusión sobre la cuna del balompié: si los prados del «football» bajomedieval inglés o la tierra pisada del «calcio» florentino del Cinquecento. La novela imagina el juicio historiográfico entablado en la Inglaterra de la segunda posguerra mundial entre los doctores Winwood, de Oxford, y Momigliano, judío italiano allí exiliado, que dirimen tan espinosa cuestión ante un tribunal académico, en sesión única que no se pierde ni el mismísimo rey Jorge. La querella había empezado en el seno de la sociedad secreta de latinistas que desde hacía años se reunía en la taberna del zoo de Wellingborough. Una cofradía que bajo apariencia de más altos cometidos se consagraba a la insidia y a los saberes de Lúculo, y con la que Constaín muestra una academia más cercana al dickensiano Club Pickwick que a sus tareas declaradas. Como si, revestida de toda pompa y circunstancia, entonara entre tanto el popular gaudeamus futbolístico, «hemos venido a emborracharnos?».

El narrador, el profesor Sutcliffe, recoge los desvelos archivísticos de Momigliano para demostrar que el primer partido de fútbol se remonta al sitio de Florencia por los ejércitos imperiales españoles de Carlos V, en 1530. Para romper el agónico equilibrio de fuerzas, los combatientes habrían decidido jugarse la suerte de la ciudad-estado a una partida de «calcio» en la plaza de la Santa Croce. En una novela a la que sobran pasajes de contextualización (los capítulos VII y VIII casi enteros), el relato de aquella partida en la que por primera vez alguien propuso que se usaran «sólo los pies y el ingenio» (p. 173) es toda una joya, y no sólo para los futboleros. En ese 20 de febrero de 1530, sobre la explanada de la Santa Croce, creemos sorprender emocionados el primer control inverosímil de una bola de caucho, la primera finta, el primer caño tirado al oponente, el primer gol legal marcado con la mano de Dios.

Un adagio futbolístico dice que Pelé se las sabía todas mientras que Maradona se las inventaba en cada partido. Esta divisoria de la parcela balompédica alinea al clasicismo de cancha de uno frente al barroquismo de calle del otro; y sirve para calificar el mayor defecto de esta novela, su formularia composición, en la estela de la parodia borgesiana y la nueva novela histórica: prólogos, notas al pie, citas apócrifas, anacronismos y estructura de cajas chinas; fetiches metanarrativos a los que sigue abonada no poca literatura con la finalidad, «quod erat demostrandum», de abjurar de toda factualidad o rigor del discurso. Le sobran estos gambeteos e inofensivos caracoleos posmodernos a un relato que se bastaría solo, en su elocuencia, para chutar a gol.

Pero bien visto, nos dice la novela, el juego sólo está en su diversión; y ésta, únicamente en la retórica más inútil, como la de estos historiadores, junto a quienes aparecen como personajes Toynbee, Cassirer o Gombrich, entre otros tales, que bajo su seriedad ocultan una pasión diletante. Una bonita tesis, por cierto nihilista, en la que la historiografía proclama que el resultado le da igual.