Cuando alguien nos dice que estamos «bastante guapos» o que hemos escrito un texto que está «bastante bien», en realidad nos está agrediendo con un elogio envenenado. El adverbio «bastante» es tan impreciso que, en realidad, apenas dice nada. Su única función es condenar a la mediocridad al adjetivo que le sigue, por positivo que éste sea. Y lo peor de todo es que cuando el «bastante» viene disfrazado de elogio tenemos que aceptarlo sin rechistar y encima mostrarnos agradecidos a quien nos lo dedica. Ya ven, un arma perfecta para envidiosos.

Puede que les parezca una observación trivial. Sin embargo, un elogio envenenado de este tipo estuvo a punto de interrumpir de forma irremediable la trayectoria de la literatura occidental. En 1774, con el manuscrito de Las penas del joven Werther recién terminado, Goethe fue corriendo a ver a su asesor y amigo Johann Heinrich Merck, que acababa de regresar de un largo viaje por San Petersburgo. El recién llegado se sentó en un canapé mientras Goethe, carta por carta, le fue leyendo la aventura entera de su inmortal personaje. Merck, de natural sarcástico, no parecía muy impresionado por la lectura, de modo que Goethe aumentó el patetismo de su recitación a medida que lo hacía el dramatismo de los sucesos narrados. Varias cartas más adelante, cuando Werther ya estaba a punto de dispararse el tiro en la sien y a contribuir con su suicidio a inaugurar la tradición romántica, Merck aprovechó una pausa para ponerse en pie. Tras decirle a Goethe «bueno? es bastante bonito», abandonó la habitación sin despedirse. El joven y todavía inexperto Goethe se quedó solo, desarmado por completo, con las páginas manuscritas del Werther en la mano, convencido de haber escrito algo absolutamente infumable. Sobre sus hombros caía el peso abrumador de aquel «bastante». Desesperado, arrugó las hojas y alzó el brazo para arrojar aquel infame manuscrito al fuego del hogar.

Afortunadamente, no lo hizo. La única razón es que era primavera, lucía el sol y en la chimenea no ardía fuego alguno. Así, puede decirse que, gracias al buen tiempo, el «bastante» de Merck quedó sin efecto y la tradición romántica europea se desarrolló exactamente tal y como hoy la conocemos.

Merck tardó varias semanas en saber la desgracia que su desafortunado «bastante» había estado a punto de ocasionar. El pobre había averiguado hacía poco que su esposa estaba embarazada de otro hombre y, como le confesaría después a Goethe, la pesadumbre que esta noticia le había causado le había impedido concentrarse en la lectura. En esas circunstancias, es probable que se sintiera identificado con el infortunado Werther y su fatal triángulo amoroso. El caso es que por esas mismas fechas Goethe, quién sabe si en maliciosa venganza por aquel inoportuno «bastante», inmortalizó a su amigo Merck al inspirarse en él para una de sus más diabólicas creaciones: el Mefistófeles de Fausto.

Goethe se fue a Weimar y acabó olvidándose de Merck, que ya nunca más levantó cabeza. Se arruinó con la fundación de una fábrica de algodón, asistió a la muerte de cinco de sus hijos y pasó sus últimos años de vida en un estado de depresión permanente. A los cincuenta años puso fin a su vida. Igual que Werther.