Natural de Salamanca, en cuya Universidad se licenció en la especialidad de Pintura, Carmen González es una artista que ha desarrollado una intensa -y, por cierto, también extensa- actividad en diferentes disciplinas plásticas, y eso tanto en trabajos de creación como de docencia, que en la actualidad lleva a cabo en Oviedo, donde reside. A lo largo de su trayectoria profesional, primero con motivo de su formación y luego para desarrollar distintos proyectos artísticos, obtuvo becas de residencia en distintas ciudades norteamericanas, y en Asturias, final por ahora de su denso currículum, ha disfrutado de una beca de creación artística dentro del proyecto «Al norte», de la Consejería de Cultura, con exposición en el Museo Barjola.

Ahora presenta en la Escuela de Arte de Oviedo una muy interesante muestra de escultura, o de escultura-instalación si se quiere, puesto que todo en la obra expuesta cuenta una misma o parecida historia y apunta a una análoga significación, aunque el significado, como afortunadamente suele suceder en el arte, tenga una dimensión poético-enigmática oculta en el juego plástico que deja a la fantasía del espectador desvelar.

En principio, podríamos decir que el tema que vertebra la exposición es la mujer relacionada con el mar como contexto maravilloso, meduseo, en una concepción mítica y una manifestación fabuladora en imágenes que la artista representa como mujeres-pez, seres imaginarios que, contra lo que se pudiera pensar, tienen poco que ver con las sirenas. Las mujeres que Carmen González crea con su peculiar trabajo escultórico no atraen con dulces cantos a los navegantes, sino que permanecen mudos tanto lo ausente como lo indecible, como iconos codificados con el alma atrapada en la madera de la que están hechas. Estas imágenes, seres verticales de canon alargado y sugestiva rigidez frontal, tienen algo de lo popular, lo primitivo y lo totémico. Son también imágenes particularmente hermosas, porque a la rica variedad de sus morfologías talladas hay que añadir que están pictóricamente tratadas mediante una muy elaborada ejecución que abunda en grafismos y texturas y se apoya en el cromatismo del óleo o el acrílico en el acabado, todo lo cual produce atractivos y expresivos resultados estéticos que prestan a las esculturas un valor añadido .

Dicho lo anterior, ¿ese discurso creativo de metafórica surrealidad hay que referirlo únicamente al mito fantástico de la mujer-pez o subyace en el otro significado, que en ese caso le prestaría una dimensión existencial, alusivo a la femineidad, el cuerpo de la mujer o la identidad sexual como motivos, tan frecuentados por el arte contemporáneo? Porque ese críptico aislamiento, opresión, incomunicación o vulnerabilidad de las mujeres-pez tiene su correlato en otras obras con diferentes formas y materiales, como las mujeres-cuchillo o como las grapas metálicas que cierran bocas, otro tipo de extrañeza que pasa de la fabulación poética a la expresión de un compromiso vital personalizado, la escultura como pensamiento, que planteaba Beuys. Eso podría recordarnos algunos de los trabajos de Carmen Calvo o de Louise Bourgeois, a la que, por cierto, cita Carmen González en un poema reproducido en las paredes de la sala de exposiciones, y sus «femme maison», las mujeres-casa, con el cuerpo de mujer y la cabeza representada por una habitación o sala de estar. Obra, pues, para mirar, pero también para leer y para pensar, lo que siempre dice mucho de una obra artística que, en cualquier caso, nos ofrece una gratificante experiencia estética y un deleite en la contemplación de lo meramente formal escultórico y pictórico.