En 1940, una escritora australiana, Christina Stead, glosó el comienzo más afortunado de la historia de la literatura («Todas las familias felices se parecen unas a otras; cada familia desdichada lo es a su manera») para construir un novelón (en tamaño, en ambición y en resultados) que, por derecho propio, le reserva un lugar de privilegio en ese subgénero infinito, complejo y delicado que podríamos denominar «novela familiar». Pues debe ser dicho ya, sin temor a exagerar ni temor a lo manido: El hombre que amaba a los niños es una obra maestra.

Ninguna industria de la crueldad y la desventura puede competir con las líneas diabólicas capaces de insinuarse dentro del entramado familiar. Incluso la sevicia de la guerra parece en ocasiones un asunto menor si se lo compara con la capacidad aniquiladora de las fuerzas que operan entre padres, madres, esposos, esposas, hijos e hijas. Si además la familia objeto de consideración es una unidad excéntrica, el pánico está servido. Y los Pollit, los muchos y variados caracteres que pueblan este drama multívoco que configura la novela de Stead, conforman, desde luego, un microcosmos atípico.

El cóctel de El hombre que amaba a los niños es explosivo: un padre narcisista y absurdo, casi un idiota flaubertiano con ínfulas de reformador eugenésico, embriagado por los fuegos fatuos de una inteligencia y una sensibilidad desconcertantes, casado con una antigua y rica belleza convertida en una máquina de parir y de atesorar penurias, una arpía melancólica y suicida, sucia y beligerante, ambos sobreviviendo en medio de una piara de niños y niñas, cargando a sus espaldas con dos hidras insaciables: el pudo ser y no fue de un amor fracasado, y la irritante, solemne, devastadora evidencia de una pobreza material imposible de sobrellevar. En medio, figura inolvidable en este retablo de los horrores, Louisa, una extraña niña en trance de convertirse en mujer, fea y sometida, dotada para el ensueño y la literatura, y condenada sin remedio a ser niñera de sus hermanos y saco de boxeo para los excesos panglossianos de su padre y los arrebatos trágicos de su madrastra. (La sombra de Rachel, la madre muerta, es tan ominosa como ambigua a lo largo de la acción de la novela). Todo ello servido sobre el trasfondo de un abigarrado teatro de pasiones en el que no faltan el fundamentalismo religioso, la estupidez congénita y el desconsuelo del adulterio.

Clásica en su concepción y en su escritura, decimonónica por vocación, El hombre que amaba a los niños constituye sin embargo una novela decisivamente moderna, que hace palidecer a muchas obras nacidas en el a menudo insoportable doble venero del realismo social y del realismo mágico, que nos ha acostumbrado hasta el cansancio a sagas más o menos previsibles y a soluciones literarias con un insoportable tufo a levedad. Leer a Stead duele y conmueve. Pocos libros como el suyo pueden presumir de haber revelado con semejante talento la potencia de la literatura como notaria de una anomalía.