Ésta era una novela que no pensaba reseñar. Parte de su mérito consiste en haberme convencido de lo contrario. Aunque no sólo por mi conversión a su innegable embrujo. Lo explico. Fernando Trías de Bes (Barcelona, 1967), economista, divulgador y novelista, es sobre todo escritor de ensayos de éxito (sustantivo único compuesto), entre ellos La buena suerte (2004, con Álex Rovira), su pelotazo editorial, parábola de la suerte personal como cuestión de actitud, donde lo importante no es sino buscarla. Podría reconocerse entre los intelectuales que, revestidos de sano afán de superación y sensibilidad algo «new age», animan a nuestras propias soluciones de éxito; e implícitamente, con ello, reconocen en nosotros mismos la fuente de los males.

Bien, uno puede asentir a la crítica a ciertos inmovilismos quejumbrosos y alinearse con este voluntarismo, pero de ahí a pensar que no existen causas objetivas y externas para nuestro perjuicio, o siquiera a minimizarlas, va lo mismo que de la opinión a la mentira. Porque, sí, parafraseando otro éxito reciente de esta rentable autoayuda, alguien se está llevando tu queso. Y, por si acaso: no es otro ratón. Es algún gato. Cualquiera dirá sin mentir que la clave más habitual de ese concreto triunfo felino es una mezcla de buena suerte y malas artes.

Pero a la novela. Leámosla al trasluz de tales ensayos. 1900: en la ciudad alemana de Maguncia un manso librero se sume en la desesperación de no encontrar respuesta al adulterio desganado de su mujer (¿Proust o Gila?). Conocerá a un matemático al que asedia el remordimiento de no haber impedido la muerte de su niño. Extrayendo frases repetidas en los libros que el otro posee en su tienda, éste creerá encontrar una clave que resume la fuente y solución de sus pesares. Así conciben la idea de un libro maravilloso hecho de esos extractos. Confían el proyecto a un editor, a su vez torturado por el suicidio de su hermano, científico desacreditado. Todos se encomiendan a la Cábala resultante de ese texto, especie de «Aleph» moral, con la única condición de que tal libro deberá ser efímero y leerse con los ojos del alma antes que con los de la vista. El resultado es un cuento de hadas de indudable seducción, desde el ambiente «Mitteleuropa» hasta sus cómodos personajes planos o la trama de felices coincidencias simbólicas. Una historia talentosa y embrujadora. Y no es un elogio, es un aviso.

O sea, tinta, humo, sombra, nada: no merece la pena el conocimiento, trasegar páginas y páginas, porque la respuesta no estaba ni siquiera en el viento, sino en ti mismo. Acabáramos. Lo extraño es que los críticos que opinan de la obra desde la contracubierta la pongan como un homenaje a los libros, cuando es justo al revés. O así entiendo. Un recurso posmoderno, filosóficamente cínico y un sí es no es neoliberal, al idealismo subjetivo: la realidad no existe, es una proyección de tu mente, simulacro.

Uno puede ser economista y escritor de ventas y ser José Luis Sampedro; puede crear fábulas redondas y bellas y ser Pamuk o Alessandro Baricco, modelo descarado de esta Tinta a través de la magistral Seda (¿hasta cuándo deberá hacerse perdonar su éxito?). Lo que no puede es jugar con la carta marcada de la desilusión de lectores con bajos niveles de defensas críticas: Paulo Coelho, Jodorowsky. Aunque sin duda bello, no es literatura, es ilusionismo. Sabíamos de economistas metidos a escritores últimamente, pero creíamos que de novela negra; y con el mérito de haber conseguido, al fin, la vuelta de tuerca más preciada por el género, que es convertir a las víctimas en el culpable. Tristes trucos, con la que está cayendo: tinta china nada menos.