Has de cambiar tu vida. Esta enigmática admonición contenida al final del famoso poema de Rilke Torso arcaico de Apolo sirve de título al filósofo alemán Peter Sloterdijk para su última obra traducida a nuestra lengua. En ella busca desmontar los argumentos de quienes disparan contra los logros conseguidos a partir de la Ilustración y postulan un supuesto retorno con fuerza de las religiones.

Para Sloterdijk, lo que vuelve no son las religiones, que describe como «sistemas, malentendidos, de prácticas espirituales» bien en forma de «realizaciones colectivas» o como «prácticas individuales», sino el reconocimiento de lo que califica de «sistema inmunitario del ser humano». Para el autor, el hombre desarrolla su existencia no sólo en determinadas condiciones materiales, sino inmerso en sistemas inmunológicos simbólicos.

Los organismos vivos, las especies, las sociedades, los sistemas en general, se convierten en tales, explica el filósofo y profesor de estética en Karlsruhe, mediante el desarrollo de dispositivos de carácter inmunológico y se conservan y reproducen en constante interacción con el mundo circundante. Pero en el hombre se dan, además del puramente biológico como ocurre con todos los seres vivos, otros dos sistemas inmunitarios: el basado en prácticas socio-inmunitarias -jurídicas, políticas o militares- para tratar con agresores vecinos o lejanos y el que componen las prácticas simbólicas o «psico-inmunológicas», que nos ayudan a sobrellevar nuestra vulnerabilidad ante el destino y en especial la muerte. Y esto último es lo que explicaría el llamado factor religioso.

Desde tiempos inmemoriales, mediante procedimientos de ejercitación física y mental, las distintas culturas han buscado optimizar mejor su estado inmunológico frente a todo tipo de riesgos, señala Sloterdijk, lo que califica de «tensión vertical» a la que debe aspirar todo hombre. Ya lo dijo Sócrates a través de Platón: «El hombre es superior a sí mismo». Has de cambiar tu vida es un alegato, como quería Nietzsche, en contra de la simple reproducción del ser humano y a favor de su constante autoperfeccionamiento mediante el ejercicio constante de sus distintas facultades. Y esto ya sea en forma de ejercicios espirituales, al estilo de los instituidos por Ignacio de Loyola, ya a través del trabajo sobre el propio cuerpo como los atletas o los acróbatas, bien por el ascetismo en el cristianismo primitivo o en las religiones orientales. Sloterdijk repasa todo tipo de prácticas sociales y artísticas que han servido a lo largo de la historia para ese perfeccionamiento y se refiere lo mismo a los anacoretas del desierto que al karma de la teología india, al ejercicio constante de los virtuosos de algún instrumento, incluidos los que han de superar enormes handicaps como el violinista que tuvo que aprender a tocar con sus pies por carecer de brazos, o al reflejo en la literatura de comportamientos extremos como «el artista del hambre» del célebre relato de Kafka.

Como señaló en su día el autor de Así habló Zaratustra, el hombre sólo avanzará mientras no se limite a simplemente reproducirse y busque su orientación en lo imposible. ¿Qué otra cosa es el hombre sino el animal que se exige a sí mismo demasiado? Hoy, por el contrario, ante los peligros que nos acechan, entre ellos el que representa el eventual agotamiento de los recursos del planeta por una ciega sobreexplotación de sus recursos finitos, el hombre aparece incapaz de reaccionar. Es como si estuviese narcotizado.

El autor echa de menos, entre otras cosas, en estos tiempos nada heroicos, la cultura del esfuerzo y de la conciencia de la disciplina en la escuela, institución que, aquejada de «autorreferencialidad», eso es, orientada exclusivamente a normas de su propia actividad, ha abandonado el excedente humanístico y artístico del anterior sistema de cultura burguesa clásica y se manifiesta a la postre incapaz de formar ciudadanos y mucho menos personalidades.

Nos hace falta, concluye Sloterdijk, un designio inmunológico global, salvar la única parte razonable que pudo haber tenido en su día el comunismo, que es la convicción de que los intereses vitales del conjunto de la humanidad sólo podrán realizarse con un horizonte de esfuerzos universales que cooperen entre sí. Ésa es la civilización que propugna y cuyas reglas deberían escribirse ya, reclama el autor, antes de que sea demasiado tarde.