En el año 1978 inició Eduardo Mendoza la serie de aventuras protagonizada y narrada por un paupérrimo ciudadano que se expresaba tal que un novelista culto y redicho del siglo XIX, modo de hablar del que acaban participando muchos de sus antagonistas. El hombre estaba internado en una clínica mental y de allí era extraído (más que liberado) por la policía para ayudar en las pesquisas que requirieran un conocimiento a conciencia de los bajos fondos barceloneses y una cara dura sin límites. A la primera novela en que aparece (El misterio de la cripta embrujada), siguieron El laberinto de las aceitunas (1982) y El misterio del tocador de señoras (2001): tanto espacio entre unas y otras que no hacía sino acrecer las ansias por saber más de él entre quienes, desde un primer momento, nos declaramos cerrados seguidores, hinchas totales, de ese tipo tan conservador en el fondo, remilgado mientras chapotea entre la mierda (él diría «caca»), que asciende en la escala social desde la basura hospitalaria donde el doctor Sugrañes lo tiene reducido hasta el empleo de peluquero de señoras, sin clientas, en un antro inmundo de Barcelona. Doy en motejarlo de «detective loco» solo por no desairar a la editorial, que así lo propagandea: pues lo tengo por muy cuerdo, astuto y espabilado en grado sumo, sobre todo si lo comparo con la galería de bandarras presuntamente cuerdos con quienes se topa. Algunos han dado en llamarle Ceferino, pero, para otros y para mí, será siempre conocido por el apellido que toma de su repugnante doctor cuando debe salir triunfante de las mil peripecias que lo asaltan. A la vez, Eduardo Mendoza ha ido publicando otras novelas de muy diferente tono, hasta convertirse en el más reputado o el más firme valor o el valor seguro o el mejor de todos los novelistas peninsulares (vamos a decirlo así), tan capaz de una obra maestra total, La ciudad de los prodigios, como del mejor premio «Planeta» de muchos años a esta parte: Riña de gatos.

Por fin tenemos nueva entrega de tan querido tipo. La acción se desarrolla durante un ardiente, pegajoso y agobiante verano barcelonés, solo con una excursión a la Costa Brava que se aprovecha para describir los horrores del turismo actual playero (páginas 114 y 115) y que es un regalo seguro de tantas carcajadas como líneas. Cuenta, aunque la anécdota sea incluso prescindible, la desaparición de Rómulo el Guapo, quien pidiera la colaboración del detective loco que nos ocupa para un caso delictivo de campanillas que se traía entre manos: su búsqueda por parte del narrador anónimo será la trama. Es una crónica de actualidad; con la crisis por todas partes, con el retrato inclemente del barcelonés, del catalán, del español medio, bajo, alto; con la vida de trampa, timo, engaño como norma moral, como mandato ético. La lista de personajes (atención a sus nombres) es de traca: Lavinia Torrada, sensual mujer provocativa; la subinspectora Victoria Arrozales, señorita impulsiva; Emilia Corrales, antiguo ligue del protagonista, aunque parezca increíble; la mítica Cándida, hermana del narrador, prostituta retirada, siempre junto a su esposo Viriato, un hombre que, al despertarse de una siesta de casi un día, aparta con un eructo las moscas que nublan su cara: queda descrito con ello; Quesito, preadolescente adicta a los helados Magnum; Angela Merkel, cancillera; la Moski, acordeonista soviética... Rómulo el Guapo, ex compañero de internamiento de nuestro héroe: alguien que pone paz rompiendo huesos humanos; la honorable familia Siau, dueña de un bazar chino frontero a la peluquería del héroe y amiga entrañable del mismo; el swami Pashmarote Pancha, hombre indeciso; Pollo Morgan, antiguo timador devenido estatua viviente de doña Leonor de Portugal, para atracción turística; el Juli o Kiwujuli Kakawa, africano albino culto, pues preguntado por una barbuda aparición en una ventana, resume: «O era el swami o era Valle-Inclán saliendo de la ducha», hoy estatua viviente de don Santiago Ramón y Cajal; Mahnelik, repartidor de pizzas, con problemas de coordinación; el señor Armengol, dueño de un infame bar, dado a unirse a las tertulias de los parroquianos; Alí Aarón Pilila, terrorista internacional; Juan Nepomuceno, camarero cinéfilo que suplanta laboralmente a un compatriota de nombre Jesusero... Un Peugeot 206 que es un personaje más, como lo es la putrefacta peluquería, antes tocador de señoras; «El Rincón del Gordo Soplagaitas», «Se vende perro» o «El mejillón dorado», establecimientos hosteleros. Y falta aún un buen puñado de secundarios más.

La deuda que contraemos los lectores con estas páginas de carcajada total, de sarcasmo del más doliente, de vapuleo social, es impagable. La serenidad narrativa y la novela como sucesión de episodios de Cervantes; la mala uva airada de Quevedo, sus calambures y retruécanos; el donaire de Lope; la pachorra de la novela de salón; hasta el memorialismo de Zorrilla; los jardieles y otros surrealistas; los enredos cinematográficos de Lubitsch y la querencia por la detallada descripción de la miseria de Beckett (si se quiere) o la fría perplejidad de Kafka (si asimismo se quiere) ante lo absurdo? qué sé yo cuántas cosas están en estas novelas de Eduardo Mendoza, solo simples divertimentos o baúl donde meter mano en el convencimiento de sacar perlas entre los dedos. Huyan de ella los amargados, severos, rigoristas y cejijuntos, los lectores con la polilla puesta. Venga a ella todo aquel que no dude en disfrutar. Y léase, si es posible, en un parque al aire libre, para mostrar por las risas a quien pase que la literatura es de lo mejor de esta vida.