En la historia ha habido personas convencidas de que absolutamente todo es cuantificable. El científico británico Francis Galton, tristemente recordado como inventor de la eugenesia, se había propuesto cuantificar algo tan subjetivo como el aburrimiento e inventó para ello un método que aplicaba siempre que asistía a las tediosas lecturas públicas de la Royal Geographic Society. Se trataba de medir «la cantidad de movimientos de inquietud» que realiza una persona. «Como el uso de un reloj podría llamar la atención, calculo el tiempo por mi frecuencia respiratoria, que es de 15 por minuto. No llevo la cuenta mentalmente, sino que marco quince veces con el dedo. La cuenta mental la reservo para registrar los movimientos de inquietud». Por si alguien siente la tentación de experimentar con este sistema en su entorno, debe tener en cuenta que «este tipo de observaciones ha de limitarse a las personas de edad madura. Los niños rara vez permanecen quietos». Dudo mucho, como ustedes, de que este método pueda considerarse «científico». Lo que sí está claro es que durante las interminables sesiones de la Royal Geographic Society la medición del aburrimiento ajeno debió de servirle a Galton de distracción, librándolo de sufrir el mismo mal en carne propia.

Uno puede librarse fácilmente del hambre o del sueño, pero del aburrimiento resulta mucho más difícil. Quizá por eso este mal ha sido desde siempre una extraordinaria fuente de inspiración, pues a fin de aniquilarlo uno acaba inventando cualquier cosa, a veces creativa y otras absurda. El sistema funciona especialmente bien cuando, como Galton, uno se encuentra encadenado en un lugar donde el tiempo se hace interminable, como en una conferencia pesada o un mal concierto. Por eso los pedagogos recomiendan no hacer nada para distraer a los niños cuando se aburren a fin de que aprendan a desarrollar su propia fantasía. Y a los creativos en ciernes se les sugiere el ejercicio de la meditación, a la que podríamos definir como una práctica de aburrimiento inducido.

El pensador Emil Cioran desarrolló toda su filosofía a partir de una experiencia de aburrimiento infantil. «Recuerdo muy bien la primera vez que me aburrí, a los cinco años. Serían las tres de la tarde cuando me sobrevino un sentimiento de tiempo vacío, una especie de vacuidad. Era como si todo hubiera desaparecido de repente, fue el modelo de todos los arrebatos de aburrimiento, mi entrada en la inanidad y el comienzo de mi reflexión filosófica». Su conclusión final lo deja muy claro: «En la cima del aburrimiento se comprende el sentido de la nada. Por eso no es un sentimiento deprimente, sino que nos abre a los no creyentes la posibilidad de experimentar el Absoluto».

Algo parecido, pero a menor escala, le pasó al dramaturgo alemán Friedrich Hebbel. En 1846 se aburrió tanto en el teatro de Viena que escribió en su diario: «Esta obra es el aburrimiento personificado en cinco actos». Quiso vengarse ideando un drama titulado precisamente El aburrimiento, que nunca llegó a realizar. Es una lástima: en este mundo nuestro en el que nos llueven estímulos por todas partes me habría encantado aburrirme un par de horas con él. Puede que de ahí hubiera salido una buena columna.