Lo solo del animal, el nuevo libro de Olvido García Valdés (1950), puede ser leído como un único poema fragmentario cuyos asuntos (la soledad, el deterioro del cuerpo, la resistencia que la mente intenta oponer a ese quebranto) encuentran su correlato en la vida de los seres pequeños y desvalidos -pero tenaces- con los que la poeta asturiana se identifica. Si se sigue esa vía de lectura, acabaremos por dar con una meditación, bien que cortante y desapacible, sobre las dificultades con que tropieza el individuo para seguir pensando lúcidamente sin renunciar, por solipsismo melancólico, a la escasa belleza que el exterior aún depara. Pero es esa misma pobreza, la mengua en que ya todo incurre, la que también permite leer el libro poema a poema, como si sus versos fueran pecios de un naufragio; astillas de sentido que la autora salva con gestos que van de lo esforzado a lo coqueto, como va la nutria del poema de apertura, «ojillos, piel que chorrea», y, torpemente, «con patitas cortas sube / a la roca y se atusa». Todo, como dice unas páginas más adelante a propósito de la ganancia de la felicidad, «un esfuerzo / en el que persistir, la vida breve».

Siempre es un riesgo hablar de identificación cuando se trata de la poesía de García Valdés, pues su voz recela de la enunciación y es parca en el uso de la primera persona del verbo; sin embargo, hecha esa salvedad, hay que conceder que la poeta se ha resistido esta vez menos que otras a decirse. Menos, desde luego, que en su libro anterior, Y todos estábamos vivos (2006), que ya desde el título invitaba a ser leído como un balance generacional; menos, también, que en Caza nocturna (1997) y Del ojo al hueso (2001), sus libros más matéricos; pero quizá no tanto como en Ella, los pájaros (1994), su poemario más desnudo y expuesto, el más escrito a la intemperie.

En Lo solo del animal, especialmente en su primera sección, «Sumido en sus sonidos», la asturiana ensaya la fórmula de la identificación, aunque no muestra la operación como tal, sino sólo los términos que permitirían realizarla. Tenemos todos esos pequeños animales (nutrias, perros, gatos, zorros, gecos) y tenemos a la persona que los observa y que admira su obstinado aferrarse a la vida, pero no hay transferencia de cualidades de la segunda a los primeros; en todo caso, el préstamo se lo hacen ellos a ella. No hay, tampoco, metáfora; ni siquiera un tímido como si... Lo que hay es una mirada yuxtapuesta a un comportamiento, y una ironía inusual en la poeta que acentúa la separación entre el pensar propio y la actividad febril de la camada, con un anhelo declarado de seguir sus elecciones: «Y yo, si pudiera / también, pero no puedo, impídelo la autoridad». O, si no, la lucidez y la experiencia: «Bien sabe / cuán pronto se disuelven / nombres que designan relaciones familiares».

Éste es el riesgo que ha decidido correr García Valdés en su séptimo poemario: el de ir un poco más allá de lo físico, del exterior animado que pueblan plantas y animales, quedándose siempre, eso sí, un poco más acá de lo confesional; situándose en una tierra de nadie hecha de pensamiento tanto como de impresión sensitiva, en la que su reticencia enunciativa ha terminado por volverse más locuaz que de costumbre: «A los enfermos e / impedidos diles ea / solos estáis». O, en neta referencia al oficio: «La cabeza expresaba como si humana / fuera dolor de la existencia eso / que en la expresión guarda la vida».

Los poemas de Lo solo del animal vienen a ser como organismos que observan y registran; tratan con lo real y de realidad están hechos, pero en ellos las palabras se desentienden del discurso lógico y se presentan como brotadas del papel, como emitidas por una voz de la que a veces no queda rastro en el texto. Su música es atonal: hay una tonalidad de sentido, pero no vertida con arreglo a normas prescritas por la todopoderosa razón. Hay caídas y fondos de saco, desprendimientos, faltan nexos... Y, sin embargo, el embrujo de esas palabras está ahí, porque parecen haber sido pesadas escrupulosamente para que, en su desnudez, en su deliberada incoherencia sintáctica, transmitan la emoción de los últimos rescoldos del bullicio de una fiesta. Como escribió Carlos Pujol acerca de la poesía de Verlaine: «Más que usar las palabras, las agita suavemente hasta convertirlas en un puro temblor, en un escalofrío en el que nos reconocemos». La diferencia es que García Valdés no persigue la armonía verbal que buscaba el poeta francés; bien al contrario, retuerce las frases y la versificación para hallar una fórmula que, en vez de esa armonía, diga musicalmente el inhóspito lugar en que ha elegido situarse para cantar sus pérdidas: «Después, casi inaudible / una música recién / aprendida, átona casi, llegaba / al corazón en su consuelo / la inquietud parece / culpa y es mal sólo de lo que no, mal / de la vida».

El lugar elegido es, de nuevo, el del poema objetivo, el poema cuyo lenguaje es perceptor de «algo cercano que persiste» y, al mismo tiempo, objeto que se autogenera para influir y ser influido por el mundo sin caer en la veneración que exigen el mito o el amor; para ser, como el mundo, frágil, pero tenaz y resistente, y de alguna utilidad: «La devoción nos deja inermes, carece / de propiedad de simetría / qué habéis / decidido pregunta lo solo, un modo / de estar o de decir, todo lo que aprendimos / fue por ósmosis».