La representación de Vida y muerte de Marina Abramovic en el teatro Real ha revolucionado el mundo de la ópera en España. Quizá porque se ha abierto una nueva frontera, un debate que, en otras latitudes, está ya muy trillado pero que, no por ello, deja de tener interés.

Desde diferentes ámbitos intelectuales, y desde hace bastante tiempo, se ha querido encasillar a la ópera como un género caduco, una especie de ocio sofisticado y carísimo que había perdido su vínculo con la realidad y, por tanto, su capacidad para conectar con el presente y el futuro. O sea, la esencia misma de cualquier disciplina artística viva.

Los montajes atrevidos del gran repertorio despertaron un tanto del letargo al género. Le insuflaron un interés mayoritario que había perdido y contribuyeron a llevar a los teatros a nuevas generaciones de espectadores. Fue un paso adelante que se hizo no sin abundante polémica. El escándalo, unas veces más forzado que otras, llevó a la ópera a las portadas de los periódicos, consiguiendo gran despliegue mediático y atención generalizada. O sea, visibilidad.

Pero aún faltaba resolver otra asignatura pendiente. La de la creación. No se trataba de estrenar obras de manera puntual. De hecho los compositores han seguido escribiendo ópera de manera continuada con mayor o menor fortuna. El quid de la cuestión estaba más en la capacidad de que esa nueva música generase circuito y una obra determinada tuviera trayectoria más allá de las primeras representaciones y en teatros de otros países diferentes al de origen. Esto es lo que en las últimas décadas se viene consiguiendo a través de diferentes generaciones de autores, con lo cual va dejando de ser algo extravagante la inclusión de la creación contemporánea, en sus múltiples vetas creativas, en las temporadas de ópera de corte tradicional. La curiosidad por lo nuevo ha revitalizado el género, muy especialmente en el ámbito anglosajón en el que los estrenos son ya algo cotidiano en el paisaje cultural. Obras como Anna Nicole que vio la luz en el londinense Covent Garden del compositor Mark-Anthony Turnage, Two Boys de Nico Muhly y otros títulos de autores como Osvaldo Golijov, Philip Glass, o de generaciones anteriores como Luciano Berio, por sólo citar ejemplos muy conocidos, son el referente de cómo el género avanza y su vigencia es plena.

Debe tenerse en cuenta que muchas de estas obras cosechan el éxito en su primera audición ante un público sin prejuicios que busca no sólo disfrutar con los grandes títulos tradicionales sino que también siente curiosidad por lo nuevo. Desde luego algunos de los múltiples caminos emprendidos terminarán en un callejón sin salida. Es algo lógico y ha sucedido en diferentes periodos históricos. Sin embargo, un puñado de obras quedará como fiel testigo de nuestro tiempo. La música como urdimbre nos pondrá frente al espejo y dejará un testimonio de lo que hemos sido, al igual que la literatura, que las artes plásticas o que el ballet. Y es, en esta línea, en la que la ópera ha ganado la batalla a los pesimistas y se ha colocado en primera línea y ¡por muchos años!